La soga

Tantos años bajo el sol de Jalisco han dejado huellas en los rasgos de Diómedes. Su cara enseña lo que hay bajo la piel llena de arrugas, detrás de los ojos hundidos. Tiene la mirada de quien sabe encontrar veredas en las costillas de la tierra. Así lo hacía de joven, ahora sólo le queda buscar a lo lejos sombras que evoquen recuerdos.

—Háblame de cuando eras vaquero.
—Y ora, ¿qué soy? —pregunta antes de empezar su historia.

Cuando era casi un chiquillo, los hombres de la hacienda de Santa Úrsula me pidieron que los ayudara a buscar un toro bravo que andaba perdido en la sierra. Yo, muy orondo de poder ir con ellos, ni voltee pa’ atrás. Anduvimos todo el día entre el zacatal, sin encontrar nada, hasta que divisamos el zopiloterío.

—Esto me huele mal —dijo el mayordomo—, qué se me hace que lo andan rondando.

Nos acercamos a donde volaban los zopilotes y que vamos viendo al toro, todo destripado. Lo había matado un animal de uña que andaría por ahí, esperando que nos fuéramos para tragárselo en paz.

—Ni modo —le dijo el mayordomo al toro muerto—, hasta aquí llegaste.
—Vámonos —nos dijo luego a nosotros—, ya está pardeando. Hay que buscar un campo donde no nos llegue el hedor.

Nos apeamos en un llano y nos alistamos para pasar la noche. Estaba muy oscuro, nomás se veían las luciérnagas. Hicimos una fogata para espantar a los animales y yo me acosté algo retirado, después de acomodar mi montura. Se me cerraban los ojos, cuando oigo:

—Ya se durmió Diómedes. Traigan una soga.

soga
Imagen: Pinterest.

Me quedé tieso, respirando apenitas. ¿Será por lo de Juana? Pensé. Sentía el corazón en las costillas y un sudor frío. “Virgen de Talpa, si de veras eres tan milagrosa, aquí me lo vas a demostrar”, recé. Los vaqueros se alejaron a buscar la méndiga soga, y cuando nadie me veía, agarré a tientas un caballo y me vine de vuelta, sintiendo que me seguía el diablo. No sé ni cómo llegué, con la noche tan negra. Ya cerca del pueblo, esperé que clareara y entré haciéndome el disimulado. Estuve todo el día sin salir de la casa; cuando se me estaba pasando el susto, oigo a un hombre preguntar por mí. Ora sí me van a fregar, pensé. No sabía dónde esconderme, ya conoces el pueblo, no tiene ni árboles. Si llegaba al monte, ahí sí no iban a hallarme tan fácil. Me salí por la ventana sin hacer nadita de ruido y luego empecé a correr, pero el vaquero era espabilado y se fue tras de mí. La gente nomás pelaba los ojos. El hombre me alcanzó a un lado del templo, ya por llegar al cerro. No me cogió del pescuezo ni me zangoloteó ni nada. Nomás me torcía un brazo en la espalda. Así, doblado, le veía los zapatos y un pedazo de soga que se desató en el jaloneo.

—Te hacen falta unos chingadazos —me dijo—, ya me hiciste sudar. Si vuelves con tus tarugadas, no respondo.

Me soltó después de darme un buen apretón que me dejó el brazo entumido. Se me había ido la sangre a la cabeza y estaba mareado. Sentí coraje con Juana. Tanto borlote por tan poquito…

—Qué crees, que soy tu pendejo, o qué –volvió a enojarse el de Santa Úrsula. Y que me da una zarandeada. Yo ya me hacía colgado del árbol, con la lengua de fuera.
—¡Le juro por la santísima virgen de Talpa que no le hice nada a Juana!
Me soltó de golpe.
—Qué Juana ni qué Juana, te robaste mi caballo. ¿Así acostumbran aquí? ¿Salir corriendo a media noche en caballo ajeno?
—Cuando lo quieren colgar a uno…

Me miró un rato sin entender y soltó la carcajada. Yo no hallaba dónde meterme cuando supe que me iban a poner la canija soga alrededor, formando un círculo en la tierra, para que los animales de uña no se me arrimaran.

Como sucedía cuando Diómedes me contaba historias, había oscurecido sin que nos diéramos cuenta. Juana salió de la casa, encendió la luz del zaguán y se sentó con nosotros.

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