Acabo de terminar la lectura del premio Goncourt 2016, Chanson Douce, la historia no es extraordinaria, es improbable. Una trabajadora doméstica modelo. Demasiado francesa para representar al gremio. Un poco demasiado elegante para asociarse en clisé a su función. Algo muy entregada a sus labores para ser real. La historia no termina bien, la nanita, se pervierte sin otra explicación que su cotidiano.
La obra no me parece ser gran literatura, gana el Premio Goncourt porque la narración es seductora y realista, porque presenta escenas del cotidiano parisino que aparecen con claridad. Los parques, los diálogos, los juegos infantiles, los paseos, el trabajo de los profesionales de la clase media europea. Creciendo en lo económico y descuidando aspectos esenciales de los familiar. Conviniendo en una relación que se prolonga a fuerza de intercambios funcionales, de racionalismos convenientes y de una programación del entorno con base en las demandas de lo correcto.
Dos niños acompañan la narración y son los elementos transgresores que hacen pasar la comunicación de una clase a otra, de un universo referencial a otro en apariencia distinto, ambos lo suficientemente cerca para observarse con pertinencia.
La cocina, los restaurantes, los viajes, los transportes. Huele a Paris toda la novela. Los críticos señalan que se trata de una analepsia (escena retrospectiva) conocemos desde el principio el trágico desenlace. La narración nos va llevando de la mano para entender lo que es incomprensible, lógico e inaceptable, como las buenas tragedias.
Leïla Slimani es una joven escritora francesa, bonita, morena, argelino-marroquí-francesa, con una formación académica bien a la moda: Sciences Pô. En síntesis, una buena observadora social conocedora de mundos, mas proyectiva que imaginativa.
El premio Goncourt es la gran referencia en las premiaciones anuales. La novela apareció en librerías a finales de agosto del año pasado y a principios de noviembre obtuvo esta presea que catapulta a los galardonados a las más altas esferas de la mediatizada mundanidad francesa.
No cabe duda que Francia sigue siendo un gran laboratorio social. Cuando intento describirla para los amigos visitantes suelo decir, con sorna claro, que se trata de un país extraordinariamente civilizado y abierto, el más codificado. Entiende Francia que todos los pueblos del mundo tienen la oportunidad de desarrollarse al punto de llegar a ser como ellos, ellos que ya no estarán allí, pero que seguirán marcando el camino. El francés, particularmente el parisino se pretende el ser más civilizado del planeta.
Todo está normado en Francia: desde presentarse ante el espejo, después de consultar el clima, vestirse adecuadamente es ser civilizado; saber si se lleva paraguas, abrigo, sweater, bufanda, pañuelo, sombrero, zapatos de lluvia o de ante. Consultar el transporte público, nunca preguntar una dirección porque existe información para poderla obtener. Jamás pedir un genérico, no miel, no pan, no chocolate, sino miel de naranjos en flor de florida, pan d’épices o paysan o complet, o amargo, con leche, relleno, si del chocolate se trata.
Las prendas de vestir tienen todo un nombre propio, los tejidos, la urdimbre, la botonería, la lencería. Se habla de ingeniería del pantalón y de la anatomía del pie para comprar un par de zapatos o de braguetas horizontales o verticales para comprar un calzón.
Claro que todo va acompañado de un precio. Hay mejor siempre, más caro también. Uno puede comer por 8 Euros o por 800 por persona en alguno de los grandes restaurantes estrellados (etoilés). Una chamarrita puede costar entre 40 y 40 mil euros según sus materiales, su corte, su bordado, su nivel de personalización. Francia vive en buena medida de su industria del lujo con la que se muestra en todo el mundo. La ropa interior puede ser de algún derivado plástico como la microfibra, de hilo de escocia de lana o de algodón.
De la Place Vendôme a la Avenue Montaigne, de la rue de Grennelle a la Place des Victores o el Faubourg St Honoré. Todo es referencial, todo connotado. Como dice mi amiguita Lulú, uno se cansa de ser tan “nice”, incluso en Paris. Así se cansó Louise, la nanita que sirvió en casa de esa familia ideal que la contrato después de un minucioso análisis.
La novela me recuerda a otra persona de servicio que, aunque novelada no gano el Goncourt pero si muchos otros premios literarios y se vendió en más de un millón de ejemplares: L’elégance du Herisson de Muriel Barbery. Este libro presenta otra improbable dama de servicio, una portera, una portera (concierge) más sofisticada y más sencilla que todos los civilizadísimos habitantes del edificio en que prestaba sus servicios. Ella tampoco termina bien su historia personal, atropellada no alcanza el cambio de condición que parecía prometerle su porvenir.
Pero llevemos esto al ámbito de la mexicanidad. México, tan lleno de personal improbable en el servicio. En mi casa mexicana hemos gozado siempre de un servicio privilegiado. Desde mis nanas que no fueron otra cosa que esclavas regaladas a mis bisabuelos por peones de la hacienda en Izamal, para que jugaran con mi abuela y sus hermanos. Natalia, Sabina. Buenas personas, excelentes cocineras, grandes enfermeras, sobadoras, trabajadoras impresionantes a las que no vi descansar jamás. A las que amé sin límites y que tuvieron sus historias trágicas a las que poco nos asomamos en ninguna de las tres generaciones que cuidaron con esmero.
Recuerdo también a una extraña señora de la que atribuyo aún nombres y apellidos: Odette Joely Koslowsky, que trabajo un par de años en casa cuando tenía yo unos seis años. Era educada, bien vestida, nalgona, hablaba con acento oriental. No conocí su historia, pero la puedo intuir, judía? Gitana? tenía un hijo que lloraba mucho, Betzabé. Así me llamaban mis hermanos cuando yo lloraba, porque fui niño llorón según me dicen. Es curioso pero es la única “muchacha” a la que recuerdo con sus apellidos completos, generalmente las personas de servicio se llaman sólo con su nombre, Mary, Rufi, Mode, Carmen, como se llama a los colegas de la escuela primaria con los que se adquiere confianza. Uno no dice cuando niño, -oye! Arrigunaga, Gonzalez, Medina… No, uno dice, -Leo, Jorge, Gastón…
Cuando niño recuerdo que venían unas chicas jovencitas del barrio de Coyoacán donde vivía, para ayudar a mamá y mamagrande en todas las tareas de la casa, desde hacer camas y comida hasta matar moscas y lavar espacios abandonados de la casa.
Son las muchachas del servicio, las que, junto con los taxistas, más que los uberistas hoy, constituyen las zonas de contacto inter-clase. Entre clase media y clase media baja, no entre clase alta y clase media baja. Ese contacto es improbable y accidental.
Hace unos años vi con emoción sincera, al hijo de mi querida Rufi, Emiliano, salir de casa con su uniforme perfecto, su sweater verde, su camisa blanca, pantalón gris, zapato boleado al punto del mayor brillo, su mochila de piel, cargada de libros escolares, bien peinado, con el cabello recién cortado, con su gomina reluciente, bañado, nervioso, elegante se dirigía a la primaria donde siempre obtuvo notas brillantes que le están hoy permitiendo entrar a la mejor secundaria de Cuajimalpa, en el Contadero. Emi es un jovencito serio, ambicioso, sano, que ha seguido a su mamá a través de su difícil andar de madre soltera primero a esposa ahora de un varón algo machista y controlador con sus propios hijos dados en crianza a Rufina. Rufi tiene la disciplina de una madre que conoce de la superación y tiene altas expectativas para Emiliano.
Ser “sirvienta”, trabajar de “muchacha”, ser la “gata” asumir ser la “criada” es una forma radical del esclavismo americano. Las palabras tienen connotaciones horribles, que van desde la servicial dispuesta y sumisa que aguanta todos los insultos y los humores, hasta la silenciosa inexistente, la sin-nombre, la menos-que-nada, la que se da en formación por observación, sin que haya un solo ejercicio de sostenido en el proceso formativo, la criada que-no-entiende-nada.
La recomposición del tejido social debe pasar por esta instancia. Revisarla y empoderar los derechos de las personas en esta condición. Revisar sus horarios, el trato, la formación, el respeto, el diálogo sobre todo, en un primer tiempo.
Mi amigo Valentín, un gran productor de televisión gustaba siempre de transportarse en taxi para conversar con estos choferes buenos observadores y aprender de la sicología social del mexicano. Hebreo, sólo juraba, como buen mexicano, por la guadalupana, que aprendió a querer en los mini-taxis sacralizados con su imagen.
En su casa de Chile, en Cachagua, que visité varias veces, conocí a un personal latinoamericano de servicio que me sorprendió por su calidad, por su trato profesional y por la horizontalidad de la relación con los patrones.
Llegaban en sus autos, algunos de Valparaíso y otros incluso de Santiago. Hablaban un castellano acentuado y gracioso pero correcto, conocen de su materia a la que se formaron con asiduidad: fontanero, cocinera, ebanista. Sus salarios son buenos y sus prestaciones conforme a la ley. No están dispuestos a aceptar otra cosa.
En casa nos hemos impuesto no pagar un salario que consideremos inferior a lo que calculamos como umbral de dignidad. Hoy son unos 8 mil pesos. Pagar menos de esto es condenar a la persona a la marginalidad. R gana alrededor de 9 mil pesos mensuales, M, 16 mil porque desplazada al extranjero tiene otras necesidades. A, gana 10 mil, C, también. No, no es que tengamos tanto personal de servicio, pero les hemos conseguido a dos de ellos trabajos interesantes que les remuneran así, con cierta dignidad. No obstante, no los sentamos en nuestra mesa, conversamos con familiaridad y conocen nuestra intimidad más que nosotros las suyas, nos frecuentamos largas horas y conversamos poco pero suficiente para saber de nosotros más de los que saben muchos de nuestros próximos.
Un cambio mexicano debe pasar por esta relación. Dignificarla, mejorarla, conversarla y emplearla como el gozne de una nueva amalgama social más solidaria, menos discriminatoria, más constructiva y digna.
A menudo se ha señalado que Latinoamérica es el continente de la desigualdades y Brasil y México, los epitomes de esa abismal diferencia entre las clases. El subcontinente está dividido en dos grandes grupos, los que se denominan mercado y los que viven de la autosuficiencia y los programas del estado.
Mientras no se haga un esfuerzo significativo por incorporar a nuevas clases de personas a la parte superior del umbral de dignidad, nuestros países seguirán con crecimientos inferiores a los dos dígitos. México es la economía trece en el mundo, pero pudiera ser la siente sin grandes esfuerzos. Hoy el mercado mexicano es de la mitad de su valor.
Mientras paguemos salarios de miseria, miserable será nuestra seguridad, miserable nuestra infraestructura y denigrante nuestra educación. Se acercan tiempos electorales y esos son tiempos para cambiar nuestros paradigmas.
Por Gastón T. Melo-Medina