Uno de los símbolos mayores de la mexicanidad está asociado con el guadalupanismo. El culto guadalupano, en México, parte de la imagen de la Virgen de Guadalupe, recibida por Juan Diego en el cerro del Tepeyac, y trasciende desde luego el ícono para ampliarse y contener una forma de cultura.
La cultura guadalupana es, entre otras cosas, un producto de la inteligencia colonial y un ejercicio claro de la ingeniería social practicada en la primera mitad del siglo XVI.
Hace unos pocos años, tomé la decisión de hacer con mi hija el camino de Santiago, lo hicimos a caballo a finales del mes de julio, un buen guía y criador de excelentes caballos de sangre europea y árabe puestos a la silla sevillana, nos hicieron esos ocho o nueve días de travesía, algo más que una agradable jornada, una experiencia vital que nos dejó un recuerdo indeleble y una singular experiencia.
Nuestro guía, solía cantar, cuando avanzada la mañana, comenzamos después de un copioso almuercillo, un segundo segmento de nuestra trayectoria diaria de unas ocho o nueve horas. En ese paseo en que atravesábamos desde O‘Cebreiro, de piedrafita hasta Triacastela, cantaba nuestro Virgilio, el siguiente estribillo que Camila y yo aprendimos rápido para entonarlo a coro cual si fuese nuestro propio himno del viaje:
A Virxe de Guadalupe
cando vai pola ribeira (bis).
descalciña pola area
parece unha Rianxeira (bis).
ESTRIBILLO
Ondiñas veñen
ondiñas veñen e van
non te embarques rianxeira
que te vas a marear (bis).
II
A Virxe de Guadalupe
cando vai para Rianxo (bis)
a barquiña que a trouxo
era de pao de laranxo (bis).
III
A virxe de Guadalupe
quen a fixo moreniña (bis),
foi un raiño de sol
que entrou pola ventaniña (bis).
Esa Virgen de Guadalupe es la de Cáceres en Extremadura, un culto que algunos hacen remontar hasta el siglo I, y que el propio Papa Juan Pablo II reconoció como el sitio donde se origina la devoción mexicana.
Soldados y frailes extremeños, inmersos en terribles e insospechadas batallas debieron encomendarse a la Guadalupana de Cáceres y con fervor especial en aquella Noche Triste en que Cortés y Alvarado, con todos sus capitanes y soldados sufrieron el mayor descalabro de su gesta, la última noche de junio de 1920.
La Conquista de la Gran Tenochtitlán se materializó un año después, el 13 de agosto de 1521 y 10 años más tarde, en 1531, un día como hoy, 12 de diciembre y desde el 9 del mismo mes, se sucedieron las apariciones del Tepeyac.
El Cerro del Tepeyac es la primera elevación al norte de la ciudad; en los mapas antiguos que pueden observarse en el Museo de la Ciudad de México, se distingue la Calzada del Tepeyac (hoy Calzada de los Misterios), esta avenida desembocaba en el templo de Tonantzin, hoy Villa de Guadalupe.
San Juan Diego Cuauhtlatoatzin viajaba –dicen las crónicas‒ 20 km diarios desde Tlayacac, para seguir su evangelización en la Ciudad de México; su condición devota y vinculación con sus formadores en el culto católico, el desprestigio de los antiguos dioses, el culto secreto, el miedo a idolatrías e invocaciones y la influencia de los frailes de origen peninsular y extremeño, dieron por resultado un singular producto de la ingeniería cultural de aquellos años, el hermoso relato de las apariciones de la Virgen de Guadalupe, resueltas en el mandato expresado por la voz de Tonantzin, en el sitio mismo de su adoratorio y de la impuesta imagen de la madre del Cristo evangelizador.
Ponerse en la situación de 1531 es difícil, cierto, pero tenemos suficientes informaciones históricas, la alianza de los españoles con otros grupos indígenas que permitió la Conquista de la ciudad en 1521. La necesidad urgente de evangelizar utilizando todos los recursos necesarios, incluso aprovechar la devoción de Juan Diego para materializar un culto que requería sólo un pequeño empujoncito en la conversión y el reemplazo de la energía espiritual para canalizarlo hacia un ícono que satisfaciera las condiciones necesarias de un remplazo natural.
La morenita, dulce y buena, la jovencita de voz suave, la matrona demandante y ordenadora, todo estaba allí. Cercana, adaptada, empática, que habló en la lengua de los mexicanos, que pedía su templo. Ella, que pronto se remplazará a la Tonantzin, la madre de los dioses, nuestra madre, o que se asociará a ella, madre también, puesta en el sincro-destino de los coetáneos de entonces y en el espacio universal de la fama y del culto.
Muchos especialistas religiosos y detractores se han inclinado al estudio de la famosa “tilma” donde habría quedado impregnada la imagen de la Virgen aparecida en el Tepeyac, la historia es extraordinaria y a quienes nos formamos en la fe católica nos es uno de los más dulces relatos que combina historia, religión y sociedad, de un modo armónico y perfecto.
Recuerdo en mi niñez mis idas a Villa, subir al pocito, la capilla en el cerrito, la vieja basílica y la imagen a la vez lejana y alcanzable, venerada, respetada, celebrada por todos: la visita de los Kennedy a la basílica fue un acontecimiento mayor al comienzo de los años 60, la masificación del culto y la nueva basílica del arquitecto Ramírez Vázquez en la década de los 70, buscaron darle un toque de modernidad a la zona de la Villa, que fue inmediatamente superado en su capacidad por los millones de peregrinos que la vistan cada año y que a través de bailes, cantos y oraciones expían sus conductos, en algunos casos de manera casi obscena.
La Virgen de Guadalupe, su culto y sus espacios son un referente mayor de la mexicanidad. Aunque el culto se haya iniciado muchos siglos antes de la Conquista, es en esta basílica mayor donde la devoción a la guadalupana ha crecido y se ha acentuado hasta convertirse en esa emperatriz de las américas con que suele referirse.
Madre/mujer/diosa/poder-supremo/paño-de-lágrimas/sujeto-de-toda-las-devociones, Guadalupe cubre con su manto estrellado a todos los mexicanos, a los menos favorecidos, a los más encumbrados. Mi amigo Valentín Pimstein, de origen hebreo, gustaba de presumir la estampa de la virgen que siempre le acompañaba. Hoy recordamos con afecto especial a Monseñor, Schulemburg, quien fuera abad de esa basílica y lo recordamos por su seriedad y su bonhomía, por su carácter fuerte y su amistad con Emilio Azcárraga Milmo, con quien supo reír y conversar la vida y por haber dudado de la existencia de San Juan Diego.
Hace un par de semanas subí por cuarta o quinta vez, al Monte Tláloc, montaña que en buena medida define a climatología del Valle de México, más pequeña que el Popo y el Iztaccíhuatl, unos 4,200 msnm; está coronada de un santuario prehispánico, dos grandes paredes que antes fueron de cal y canto decoradas, y que hoy desnudan sus piedras de estructura hábilmente dispuestas por las huestes dirigidas por quien fuera arqueólogo de sitio Arturo Oyarzabal, estos muros se abren sobre una ciudadela amplia donde se encuentran los vestigios de un Tlalocan y una cueva tapada, esperando futuras expediciones y recursos.
Los muros están orientados ‒nos explicó Oyarzabal hace unos años‒, hacia el Cerro del Tepeyac; curiosa asociación. Este santuario fue el objeto de querellas que datan del siglo XVI, al parecer, desobedeciendo los edictos del tiempo, se siguieron celebrando allí algunas ofrendas y sacrificios: aquellos hechos deportaron las sospechas de la más influyente que poderosa entonces, iglesia católica y hasta allá llegó la soldadera para aplacar toda intensión de viejos rituales.
El Monte Tláloc es el sitio donde se cortó el Tláloc que adorna la entrada del Museo de Antropología en la CDMX. Y el paso de los vientos por esa zona menos bloqueada de la sierra, hacía que las nubes se cargaran de energía para venir a liberar sus grandes aguas sobre el valle.
Así las cosas, Monte Tláloc está conectado topográficamente por la orientación de su templo, con el Cerro del Tepeyac y su oratorio a la Tonantzin. Clavijero, ese gran historiador del siglo XVIII, jesuita y expulsado, hoy algo en el olvido de los estudiantes de la historia mexicana, cuenta cómo es que, en el colegio de Tlatelolco, comenzaba al mismo tiempo a descubrirse las grandes habilidades de los naturales de estas tierras y a pedir a los instructores que no educaran tan bien a los indios, a riesgo que estos reclamasen más derechos de los que ya tenían.
Es el tiempo de Juan Diego, allí formado en su instrucción cristiana y tan bien logrado, que sirve como mecanismo de aculturación y vigencia de la Virgen predilecta del conquistador Cortés, la misma extremeña, Guadalupe, cuyo santuario se encuentra en la Villa de Cáceres, cerca de Medellín, ciudad natal de Cortés.
Celebramos así, este 12 de diciembre, un año más del culto a la guadalupana, un año más de culto a la corta memoria, un año de fe, cierto, pero un año también de esperanza, de augurio de tiempos más conscientes, mas objetivos y mejor informados.
Celebremos a la Virgen de Guadalupe de México y con ella a la extremeña y con la española a la Tonantzin y así a los sincretismos a las tolerancias a las inclusiones y los mestizajes que definen para bien, nuestra mexicanidad. Es tiempo de conciliaciones radicales.