Hace unos diez días la Auditoría Superior de la Federación (ASF) entregó a la Cámara de Diputados un análisis del ejercicio presupuestal 2019 realizado por diversas entidades del gobierno federal. El documento fue entregado a la Cámara el sábado 20 de febrero, fecha límite para hacerlo, y pronto tuvo una respuesta pero no del organismo al que estaba dirigido, sino del Ejecutivo federal. El lunes siguiente fue absolutamente descalificada en la conferencia mañanera del señor presidente, muy a su estilo, entre bromas y veras dijo que él tenía otros datos y que los números expresados en la auditoría entregada eran erróneos y, además, parecían tener intencionalidad política para desprestigiar su actuación al frente del gobierno federal.
Entre las anotaciones de la ASF destacan, cuando menos de eso nos enteramos, el costo de la cancelación del antiguo aeropuerto de la Ciudad de México, que la ASF establece en alrededor de 300 mil millones de pesos, en lugar de los 100 mil millones que ellos habían establecido. Menciona defectos en la gestión de la refinería de Dos Bocas y del Tren Maya, entre otras cosas también, sobresale un hecho subjetivo reportado en el informe de la Auditoría, que las autoridades de la Secretaría de la Función Pública no habían colaborado adecuadamente para la elaboración del documento.
México se ha distinguido por tener sistemas gubernamentales presidencialistas, desde la segunda elección de Porfirio Díaz, a finales del siglo XIX, hasta la fecha, los presidentes han sido muy poderosos, han ejercido su cargo siempre con las prerrogativas que las normas y los estilos de gobernar les confieren. Quizá existan, en este periodo, dos excepciones al respecto, la de Francisco I. Madero, que en un afán de pulcritud democrática no ejerció plenamente su poder, a pesar de la autenticidad conferida por su elección clara y haber conseguido la transición de un gobierno tiránico a un gobierno demócrata. Y Pascual Ortiz Rubio, quien después de haber sufrido un atentado y tener muchas dificultades, renunció y nunca pudo operar su cargo a plenitud; el resto ha ejercido el presidencialismo, alguno más intensamente que otro.
El presidente López Obrador no es una excepción al respecto, prueba de ello es la descalificación que ha acarreado su actitud a la ASF, decidió indicar a la Cámara de Diputados que citara a comparecer al Auditor y dar explicaciones acerca de la auditoría en referencia, (no estoy seguro si normativamente el titular del Poder Ejecutivo pueda darle esta indicación al Poder Legislativo). El Secretario de Hacienda, Arturo Herrera, salió a la palestra para desvirtuar una de las partes fundamentales de la auditoría, la que corresponde al antiguo aeropuerto, aduciendo errores metodológicos; no sabemos bien quién pueda tener la razón técnica; desde luego, la Secretaría de Energía y la de Comunicaciones salieron a negar las anomalías en la construcción de la refinería y el tren, la de la Función Pública negó haber obstruido la elaboración del documento. La respuesta rápida y fuera del marco institucional a la auditoría, quizá pueda enmarcarse en el poder del presidencialismo, el hecho es que de manera súbita y dadas las manifestaciones del presidente y sus colaboradores, el prestigio no sólo del auditor, sino de la propia Auditoría, quedaron por los suelos.
La forma de responder no es desde luego la institucional, un reporte de auditoría nunca es un documento definitivo, es un documento de trabajo que contiene el punto de vista teórico del auditor, que siempre es externo y alejado de la operación, la solución de las observaciones requiere el punto de vista del organismo que ejerce el presupuesto, siempre pragmático y guiado por las necesidades de la operación; cuando no existen sustracciones o malos manejos en el presupuesto, existe una conciliación aunque puedan suceder faltas administrativas mayores o menores. En la administración pública, una auditoría es una gran oportunidad de evaluación de los procesos, y su discusión y aclaración un ejercicio y reto que exige, además de una gran pulcritud en el manejo presupuestal, un amplio conocimiento de los procesos. Aquí lo que se hizo fue desvirtuar, sin analizar, con golpes de acción publicitaria que parten de los sistemas de difusión del presidente, entre ellos su conferencia matutina, la participación de disciplinados colaboradores y la falta de análisis crítico de la prensa especializada.
Se dijo que la respuesta surgió, así de manera abrupta, brusca y poco institucional, porque la auditoría tenía fines políticos que intentaban desprestigiar al gobierno de la 4T; el caso es que nos quedamos sin poder conocer los alcances de la auditoría. Pero quizá, lo más grave es que de esto resultó un gran desprestigio de la Auditoría Superior de la Federación (ASF), un organismo creado en 1999, como heredero de la Contaduría Mayor de Hacienda que tiene antecedentes que llegan hasta el virreinato y que fue hasta entonces el organismo encargado de la vigilancia de la gestión del gasto público. A la ASF le había costado ganarse un lugar sólido como institución fiscalizadora y lo venía logrando, había tenido un sonado éxito en la llamada “estafa maestra”, situación que escaló a acciones de auditoría forense y cuyas consecuencias aún no culminan.
La ASF es un organismo más de vigilancia de la gestión del gobierno federal que es atacada y desprestigiada.
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