Las redes sociales y los dispositivos portátiles son usados a favor de las protestas feministas como armas contra la injusticia.
A mis estudiantes mujeres, llamadas a ser las grandes
protagonistas de la transformación social más importante por venir.
Con cariño y admiración.
En efecto. No es la causa única. Por supuesto. Pero está claro que un motor fundamental de los cambios de visión que, entre una época sobre un hecho, la tecnología es clave.
La aparición de ciertos objetos, como resultado de la aplicación que sobre ellos se hace del avance en el conocimiento, modifica patrones de conducta, no sólo procesos de producción.
Esos nuevos patrones en las formas ligadas a la economía, como producción, consumo o uso, disparan a su vez maneras de valorar (aceptar o modificar) lo que existe y de relacionarse con ello.
El surgimiento del teléfono en la muy burguesa París de finales del siglo XIX hubo de estar en un principio ligada al deseo de los señores de que sus esposas oyeran la ópera desde sus casas.
Mas, subraya Michel Serres cuando recoge este episodio y reflexiona sobre él, quién iba a decir que más pronto que tarde esas propias víctimas del encierro encontrarían en la idea de colocar esos novedosos aparatos en sus recámaras, la oportunidad para hablar en privado con sus amantes.
Los objetos se inventan para una cosa, pero una vez inventados, la cantidad y hondura de los cambios sociales que pueden producir escapa por completo de su razón primera.
En el muy brillante ensayo que José Morales, de la Universidad Autónoma de Barcelona, dedica a ese texto seminal que en 1922 fue Naturaleza humana y conducta, de John Dewey, el summum de la cuestión queda claramente plasmado en la afirmación: “la moral es social”.
El bien, alumbra Morales citando a Dewey, nunca es dos veces igual. Con lo que el académico busca colocar la historicidad de la moral como centro de una concepción que la comprenda como un proceso social en permanente construcción.
La moralidad no es fija, tal es el precepto central de la revisión que Morales hace sobre Dewey. La moralidad no está hecha, sino que se hace en cada momento (la sociedad se renueva constantemente), no le pertenece al individuo, pero tampoco a las instituciones, alerta.
Concepciones, que son ideas, valoraciones, que son formas de ordenar el mundo, acciones, que son formas de transformar la naturaleza, convergen sobre la presencia (y el uso, claro) de los objetos existentes y aquellos que irrumpen como novedades.
Imposible, en estos términos, pensar en el cuestionamiento a la moralidad (la validez socialmente construida) de mantener la esclavitud en Estados Unidos de a mediados del siglo XIX, sin la aparición de la industrialización y su irrefrenable despliegue tecnológico.
Imposible concebir el vuelco que las ideas sobre el ejercicio coital de la sexualidad como decisión individual experimentan, a partir de que los descubrimientos sobre la concepción dan como resultado una pequeña pastilla que evita el embarazo, y que puede producirse (y venderse) a un costo relativamente bajo.
Con estos dos ejemplos en la bolsa, planteé a mis estudiantes de la Universidad, mayoritariamente mujeres en todos mis grupos, si encontraban alguna relación entre el acelerado cambio tecnológico de esta época y la ebullición social que ha significado que millones de mujeres salgan a la calle a decirle basta a la violencia machista-patriarcal.
La respuesta fue apabullante, lúcida y esperanzadora al mismo tiempo. Hemos dejado de sentir que estábamos solas, me dijo alguna, condensando con ello un sentimiento que se expresó de distintas maneras una y otra vez.
Las redes sociales, y los dispositivos portátiles con los que están esencialmente asociadas, se tornaron en el centro de la reflexión de mis estudiantes. Tres elementos, que bien podrían ser dos, sobresalen aquí: visibilización, y construcción de comunidad.
Por una parte, es bien sabido que un elemento presente en los casos de violencia es la manera en que la víctima siente (asume) que propició (de algún modo) el hecho. Por la otra, el sentimiento de vergüenza, soledad e impotencia que el acto de violencia es capaz de suscitar.
Cuenta una de mis estudiantes un caso que conoce. Cuando una chica disparó un caso de abuso físico, otra se sumó y luego otra, y luego otra, y así.
Cada una, que para entonces ya vivían en distintas ciudades, encontró no sólo que no había sido la “única”, sino que en ello se confirmaba en el agresor una conducta tan repetitiva como criminal.
La visibilidad de la conducta del agresor no como “hecho aislado”, que a su vez hace dudar a la víctima respecto a si fue ella la que “lo incitó”, ha encontrado en las tecnologías de la información una caja de resonancia como no había tenido nunca antes.
Al mismo tiempo, ese “black mirror” que de acuerdo a la distopía que la serie ideada por la BBC pudiera representar la tecnología, se torna, efectivamente, en un espejo que teje una red, una colectividad capaz de transitar a la acción.
Creciente y solidaria, visibilizada y amalgamada por la conectividad, se extiende por todo el planeta una (nueva) moralidad inflexible (qué bueno) frente a la violencia contra las mujeres.
Colectiva y conectiva, implacable y solidaria a más no poder.