Normalidad, ¿qué es eso?, ¿qué fue de ella?, ¿existió?, ¿era mejor que lo que tenemos hoy y lo que se nos viene? Hay tantas preguntas qué hacerse en estos días, se supone que tenemos tiempo –en las cuarentenas que recorren el planeta–, podría incluso sobrarnos, pero muchas veces sentimos que no tenemos ni la fuerza, ni la claridad mental para poder contestarlas.
Aturdimiento le dirán algunos, perplejidad otros; lo cierto es que la niebla mental o cognitive fog, fue bien descrita por Georg Greiner ya en 1817, él la llamó Verdunkelung des Bewusstseins: oscurecimiento de la consciencia. Un velo de ideas tan pesado que impide ver lo que tenemos entorno a nosotros y en nosotros. Es tanta la información, son tantas las olas de incertidumbre, esperanza, miedo, teorías explicativas y agotamiento con las que se nos bombardea a diario que resulta particularmente difícil hacer esa distinción fundamental consistente, entre lo que entendemos por real, con lo que visualizamos y anhelamos como posible.
Ahora bien, una cosa es clara, hoy el presentismo gobierna con mayor fuerza que nunca. El pasado ha quedado perdido entre lo que era la supuesta normalidad, que no es más que la dictadura de las mayorías, y su eterna confusión con la noción de frecuencia; más claro aún: morir es normal, saberse mortal no es necesariamente habitual.
El presentismo, la inmediatez con su vocación por avanzar irreflexivamente, huyendo del camino, pensando siempre en la siguiente meta, ha dejado al futuro en una posición absurda: se le quiere alcanzar, pero nunca éste será suficiente. El presentismo lo quiere todo aquí y ahora. El pasado es una sombra, un eco que, bueno o malo, le resulta inútil. En el imperio de la niebla cognitiva, lo que ya fue no alcanza a ser historia, pues no se le da tiempo para ello; pero tampoco es memoria, ya que la confusión mental mezcla recuerdo con información. Es “lo psicológicamente esperado”, la maldita tiranía de las expectativas lo que pareciera, más que nunca, mandar hoy.
La búsqueda del retorno a la supuesta normalidad es esencialmente torpe. Se trata de un proceso en tránsito permanente que, aspirando a vivir fuera del inconsciente, como si eso, en este caso, sirviera para algo, busca rescatar un escenario conocido y transformarlo en algo distinto a lo que fue. Así como, algo doloroso, por frecuente que sea, no deja de ser terrible, el haber experimentado o vivido en una supuesta normalidad no nos dará control alguno sobre lo que nos pueda ocurrir. En definitiva, es ese saber, abarrotado de palabras y supuestas nociones, que nunca alcanzan a filtrar lo que en verdad nos está ocurriendo, lo que termina por distorsionarlo todo.
La cuarenta social y sobre todo la cuarentena mental en la que estamos envueltos han transformado a los domingos, como a los feriados, en días cualesquiera. La imago[1] de la normalidad hace rato que se nos fue entre los dedos.
Octavio Paz nos lo describe con la exactitud de un vidente:
Nada soy yo,
cuerpo que flota, luz, oleaje;
todo es del viento
y el viento es aire
siempre de viaje.[2]
Notas:
[1] Imagen, concepto psicoanalítico.
[2] Poema “Viento” de Octavio Paz.
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