Al Maistro con Cariño

Atribulado como lo estoy lidiando con broncas con autoridades municipales, que tan pronto como las arregle serán tema de varias columnas, fui a la biblioteca de mi alma mater para consultar un libro que estaba agotado en las librerías.

Caminando por el campus universitario me acordé de mis tiempos de estudiante y no pude evitar recordar a dos maestros que marcaron mi vida de distintas maneras.

A mis dos maestros les agradezco sus enseñanzas, porque no cabe la menor duda que maestro, no es el que más sabe, sino el que sabe enseñar. De uno aprendí la teoría y del otro aprendí la práctica.

Al primero de ellos, lo recuerdo con gran cariño, por su paciencia y buen humor, porque para dar clases de contabilidad a estudiantes de los primeros semestres de Derecho, se necesita mucho de las dos cosas.

El examen final fue un caso práctico que consistía en hacer los estados financieros de una empresa con la información que se nos había proporcionado y habiendo casi ya transcurrido las dos horas reglamentarias para terminar el examen, por más que revisaba y revisaba, no más no me cuadraba el activo con el pasivo. Fue entonces cuando la histeria comenzó a apoderarse de mí.

Como ya estaba yo en claro estado catatónico, con el cerebro lleno de cuentas por cobrar, pasivos a corto plazo, depreciación acumulada y no sé qué tantos otros conceptos contables, siendo el último alumno que quedaba en el salón resolviendo la prueba, me paré de mi asiento, tomé las hojas del examen, me acerqué al escritorio del maestro y en tono de broma, le dije que atendiendo a las palabras que nos había dicho en su primera clase: “-Si no le cuadran las cuentas al contador de la empresa, alguien va a tener que poner la diferencia de su bolsa-” y que en vista de que no me salían las cuentas, estaba dispuesto a aportar en efectivo la diferencia, para que en una nota a los estados financieros, se hiciera la aclaración que la cantidad faltante estaba a su disposición para todos los efectos legales a que hubiere lugar.

Con toda la paciencia del mundo, mi maestro se tomo el tiempo de revisar conmigo el examen. Terminada la revisión me dijo: “-Por no pensar y razonar con calma, las cosas más simples, son las que se pueden complicar más; aquí sumaste en lugar de restar-”. Afortunadamente, no solamente calificó el resultado, sino que también tomo en cuenta el procedimiento, razón por la cual, la libré dignamente.

Al segundo maestro, a pesar de que no dejo de reconocer que fue muy bueno, francamente no lo recuerdo con tanto cariño, por su prepotencia, altivez y falta de interés en los alumnos.

Él más bien iba a la universidad para dictar cátedra y para darnos la generosa oportunidad de abrevar de su infinito conocimiento y sabiduría, sin importarle un comino si los alumnos entendíamos o no la clase.

Era el típico maestro que creía que la mejor enseñanza era memorizar todo al pie de la letra, tal y como él lo dictaba en sus apuntes.

Su clase era un monólogo de dos horas que no admitía réplica, ni comentario alguno.

El examen final de su materia, siempre era oral y lo aplicaba frente a toda la clase, según él, para que existieran testigos que al alumno se le había dado la oportunidad de demostrar sus conocimientos frente a sus compañeros.

A la fecha no estoy seguro que mi examen le haya gustado al maestro, porque después de haber recibido un inmisericorde bombardeo de preguntas de todo tipo, cuando ya ni siquiera estaba seguro de cómo me llamaba, me preguntó: – ¿Qué va a hacer Usted cuando un cliente le haga una consulta y no sepa que responder? –

Inmediatamente, con una pasmosa seguridad, le contesté: – Se lo mando a Usted y compartimos el honorario –

 

email: info@hgonzalez.net

twitter: @hgberlanga

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