Jack Nicholson protagonizó una cinta llamada “Antes de Partir”, donde encarna un personaje que, ante la proximidad de su muerte, debe encarar la realidad y, antes de que llegue el momento fatal, cumplir al menos sus deseos más íntimos.
Este gobierno está ya en esa ruta, la del aterrizaje final, y se ha corrido el rumor de que antes de que ello ocurra, publicarán -¡por fin!- la tan ansiada política de transporte aéreo.
Al margen de que dejan para el final lo que debió hacerse la principio (es irónico que quieran dejarle escrita la tarea al gobierno que viene cuando los actuales funcionarios no supieron nunca de qué se trataba la obra), puede ser positivo que dejen dibujada una visión de lo que es deseable para la aviación en este país.
Lo primero que requiere esta política es que sea un ejercicio verdaderamente democrático, es decir, que incluya diversas visiones y se estructure sobre la base de lo multidisciplinario, ya que la industria del transporte aéreo, si bien tiene muchos componentes económicos y financieros, la importancia de lo técnico pesa mucho en el balance general, además del tema tecnológico, lo laboral, el de factores humanos, la mercadotecnia, la globalidad, el servicio, etc.
La segunda precondición para una política de Estado, de verdad, no un remedo de ella, es que se traduzca en leyes y en instituciones que puedan durar en el tiempo. Por ejemplo, que haya servicio civil de carrera para que no nos salgan con las sorpresitas de que ya llegó un director o un subsecretario que no saben nada de los sectores que tienen que regular y que, por lo mismo, se dediquen a complacer a los primeros que se les acercan o, en el mejor de los casos, a nadar de muertito.
Así las cosas, entre las muchas propuestas que el sector ha hecho a la SCT desde hace años está fortalecer a las instituciones que tenemos, contar con funcionarios que sepan lo que hacen, bien pagados, con espíritu de servicio y que cuiden su reputación con todos los involucrados en el sector, pensando en que su carrera es de largo aliento. O sea: nada que ver con lo que hoy tenemos.
Cesiones y Concesiones
Todo Estado tiene la obligación sí, la obligación
ón de garantizar la prestación de ciertos servicios básicos para velar por la buena marcha de las actividades económicas y sociales.
Entre esas obligaciones se encuentran la seguridad nacional, la procuración de justicia, las vías generales de comunicaci
ón (que incluyen los transportes, para aquellos que no saben interpretar), la distribución equilibrada de la renta que permita solventar necesidades de los más desprotegidos, como la educación gratuita, la salud, los servicios básicos todo lo que dice la Constitución, pues y está también obligado a velar porque estos servicios se den en las condiciones que requiere la buena marcha de la economía, la equidad y la tranquilidad social. A eso se le llama rectoría del Estado.
El transporte aéreo es parte esencial de la vida económica y social de un país. No hay que ser tan listo para darse cuenta que todos los países serios tienen un transporte aéreo al que impulsan y regulan sus autoridades y en muchas ocasiones hasta los subsidian. Y por muy capitalista que sea una nación, no tienen empacho en ayudar a sus aerolíneas, ahí está el mismo Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Japón, China, etc.
El problema es que una falta de entendimiento de lo que es el Estado, lleva a quienes ejercen la labor de gobierno a confundir otorgar una concesión con ceder el control y la rectoría a los que obtuvieron esa prerrogativa de parte del Estado. Y, desde luego, quien obtuvo una concesión siente que su dinero es lo importante, que siendo empresario él debería tener todo el control de su negocio.
Olvidan o desconocen ambos, que una concesión no puede ejercerse al libre arbitrio, que debe ser regulada y supervisada por las autoridades.
Hay también quienes consideran que la aviación no debiera ser un asunto del Estado, sino que debería regirse por los mismos criterios que las acereras, las paleterías o las fábricas de tornillos.
Sin querer restarle importancia a estos sectores industriales, la aviación no puede ser tratada de esta forma por una razón muy simple: es un sector de cuyo desarrollo dependen otros sectores que fortalecen a la economía –es decir, es un tema de competitividad nacional, lo que lo hace estratégico-, además de que involucra aspectos de seguridad nacional y de soberanía, lo que lo hace prioritario.
Hablar hoy de seguridad nacional no es un pecado. Las mafias del crimen organizado y el terrorismo, además de la necesidad de cuidar la integridad de los ciudadanos y sus gobernantes (remember nuestros secretarios de Gobernación fallecidos en accidentes de aviación), muestra que el Estado como tal tiene un importante papel en velar porque el sistema que apoya el transporte aéreo sea seguro y eficiente.
Hablar de soberanía pareciera un pecado. No lo es, claro, pero hay que explicarles a ciertos entusiastas que soberanía es, por ejemplo, que seamos los mexicanos los que decidamos qué lugares queremos desarrollar o qué industrias deseamos fortalecer y apoyar. La aviación sirve para eso.
Si dejamos a la aviación en manos de privados o de extranjeros, el criterio para establecer rutas, para ampliar la conectividad, para desarrollar sitios que en un momento dado no son todavía negocio, quedará en manos de otros, incluso de otras naciones.
Y tampoco podemos soslayar que existen regiones de difícil acceso por nuestra orografía, y a las que se les debe conectar con el resto del país si no queremos tener mexicanos de primera y de segunda.
Y en los casos de desastres o emergencias nacionales, donde la aviación puede ser crítica, no es común que las líneas extranjeras se involucren y –si no existe una obligación legal- las empresas privadas dejan a sus criterios filantrópicos la decisión de participar o no en labores de rescate, a veces más con el ánimo de aparecer como sensibles que por una verdadera vocación de servicio a la población.
No es gratuito que en muchos países se estén dando expresiones sociales cada día más impactantes y de repercusiones regionales o continentales. Lo que ha ocurrido en el mundo árabe, lo que está ocurriendo en Europa y en el centro mismo de Estados Unidos, son recordatorios de que el Estado no puede simplemente desaparecer entre los discursos de los políticos que lo utilizan para controlar el poder.
Los estados tienen una función y muchos de quienes se sirven de él no están entendiendo los signos de los tiempos. El hecho de que no se quiera un Estado autoritario no significa que hemos de renunciar a tener un Estado rector y servidores públicos que velen por la paz social y por encargarse de que los ciudadanos tengamos el mejor ambiente para crecer, para convivir socialmente, para crear riqueza y para educarnos mejor.
Caer en la tentación de tirar el agua sucia con todo y niño sólo ha provocado desorden, concentraciones economómicas dañinas, masas enteras de población sin futuro y sin oportunidades de mejora y una casta de burócratas que no conocen sus funciones pero sí como usar los presupuestos. Nos merecemos algo mejor, sin duda.