¡ Aypod, Ayphone, Aydios !

Soy de una generación en que las computadoras no eran de ciencia ficción; pero tampoco las teníamos en casa. Una generación en que si alguien quería hacer una llamada telefónica desde la calle, tenía que buscar  un teléfono público y depositar un veinte.

Recuerdo con cierta nostalgia la hora de la comida, durante la cual no se recibían llamadas; de hecho era de pésima educación marcarle a alguien entre dos y cuatro, así como después de las diez de la noche.

En general las personas no éramos imprescindibles, si no te encontraban en casa dejaban recado; y si no te reportabas nadie se enojaba, era común que no los recibieras.

El tiempo fue avanzando y con él la tecnología a pasos agigantados. Me ha costado seguir la marcha y tengo la extraña sensación de ir siempre un par de pasos atrás. He tenido periodos de rebeldía, como con el móvil. Cambiaba el aparato cuando lo hacía mi marido; me convertí en la heredera del modelo anterior al que le abonaba tiempo aire. ¿Y saben qué? Era funcional, podía llamar si necesitaba algo y estaba relativamente disponible para los demás.

En casa tengo mi laptop, que consultaba un par de veces por semana para revisar mis correos personales. También navegaba un rato por el dichoso cara libro* en mi lista de amigos tenía gente a la que conocí personalmente. A algunos no les he visto en años, pero estudiamos juntos o existe algún vínculo. Me pareció un buen medio para estar en contacto con gente que me importa; pero no tanto como para ir a tomarme un café, así como mantenerme actualizada de los más cercanos.

Cuando empecé a manejar en enero del año pasado, me queje en una comida de los grandes cambios en la vialidad. Además de preocuparme por: el tráfico, el volante, la velocidad y los espejos (de los cuales aún no me queda clara la utilidad del lateral derecho) ahora tenía que preocuparme de los nuevos segundos pisos, desniveles y cambios de sentido. Angelicalmente mi amiga Ale me consiguió un GPS, que en un principio me pareció la gran solución tecnológica, ahora no lo encuentro tan útil. El aparato da por sentado que todas las calles tienen nombre y que yo sé cuánto son doscientos metros. Tiro por viaje escucho “recálculo” sinónimo inequívoco de “ya te equivocaste” a veces tengo la extraña sensación de que empieza a desesperarse.

Para mi cumpleaños en mayo mi querida tía, Gela, tuvo a bien o a mal… aún no lo decido regalarme una black berry. Para empezar se triplico mi gasto al tener que contratar un plan, en un par de semanas ya era una experta y no sé en qué momento se genero la dependencia.

La primera señal fue la sorpresa que tuve al empacar para un viaje en el verano, llevaba en mi equipaje de mano: cámara, ipod, móvil, gps, así como los cables respectivos para cargar baterías. Un par de años atrás tan solo necesitaba un buen libro. Me encontré buscando lugares con wi fi para mandar mensajes y fotos. Pese a que viajé sola, nunca me sentí así realmente. Debo confesar que fue un gran apoyo.

De manera contundente descubrí la dependencia durante mi viaje de fin de año. Le entro agua al celular, se fundió la pantalla sólo podía recibir llamadas. Durante la cena me di cuenta que la gente ya ni siquiera llama, ahora todo es por mensaje. Una sensación de vulnerabilidad se apoderó de mí. Me sentí aislada: tres días sin verificar el correo, sin ver el facebook. Obvio el día que regresé lo primero que hice fue ir a la compañía celular a reparar el daño, pero no pude recuperar todo y tuve que adquirir un nuevo equipo (parece ser que ahora es más barato comprar que reparar) Cambié a un iphone, que al menos tiene una nube en dónde guardas toda tu información…. supongo que en el cielo.

El otro día, mi querido José Antonio Pujals me comentó la pésima impresión que recibió, cuando al llegar a una comida, los comensales sacaban su celular para ponerlo encima de la mesa. Es decirle al otro “no me importa tanto lo que tienes que decir, si entra una llamada la voy a contestar” Él no lo sabe, me sentí fatal. Mea culpa, yo he cometido esa descortesía.

Me dejó pensando, creo que hemos perdido el sentido de privacidad. De algún modo nos hemos vuelto públicos dentro de nuestros propios círculos, por acotados que estos sean.

No dejo de maravillarme con todo lo que hacen estos aparatos, en muchos casos me han servido para resolver a distancia, es genial estar cercano de los que están lejos. Pero he permitido que me roben intimidad no solo con el otro, sino conmigo misma.

Creo que vivimos volcados hacía afuera para no tomarnos el tiempo de lidiar con nosotros mismos, con nuestras emociones, con nuestras carencias y tratamos de subsanarlas mediante el contacto. Y si es masivo y continúo qué mejor.

Me pregunto ¿No será acaso mejor regalarnos tiempo de soledad para aclararnos, pacificarnos y contenernos a nosotros mismos? ¿No será acaso mejor una plática cercana con nuestros seres queridos? No puedo dar marcha atrás con la tecnología, pero si ponerle límites y no permitir que se apodere de mi vida.

Les mando un largo y apretado abrazo,

Claudia

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