A carcajadas

Quizá haya sido todo un problema de lenguaje. No lo sé a ciencia cierta, por más que trate yo de desentrañar la realidad de las cosas. Todo es muy confuso. Las lecturas fueron distintas. Y las reacciones en muchos casos encontradas.

Todo da para pensar infinidad de cosas. Me tomo el tiempo de hacerlo porque, francamente, no tengo mucho más en qué ocuparme. ¿Estaba la artista queriendo hacer un retrato de lo grotesco de un determinado grupo social? ¿Estaba queriendo poner en evidencia a gente a la que tenía acceso, a algunos miembros de su círculo inmediato? ¿Se quería reír – de la forma en que conviene reírse, a carcajadas y tratando de no ahogarse, en soledad, a escondidas en un baño, lejos de aquellos seres que han causado la manifestación de hilaridad, con un pañuelo hecho bola metido en el hocico para mitigar el ataque – de su parentela, porque le parecía soez y macabra, grotesca y magnífica? ¿Porque no daba crédito de su manera de existir?

Rossell Candil

La incapacidad de observarse desde fuera acarrea consecuencias dolorosas. Y si de plano nos queremos animar a ver la crudeza de la realidad y lo trágico de la existencia, podemos quedarnos temblando de pánico. Por eso, mejor conviene atacar la vida como recomendaba el escritor británico: con la profundidad que merece lo que es frívolo.

Para muchos, todo había sido un serio ejercicio sociológico cuyo resultado era ese libro. Un coffe-table book que permitía a los outsiders contemplar con admiración el modus vivendi de los de arriba.

Para los retratados, en algunos casos, fue una manera de hinchar un poco más el ego; para otros, una afrenta.

Antonio Gómez, en su momento, dio su punto de vista: se trataba de una exhibición, un desnudar sin sutilezas, como si se tratara de animales de zoológico, de un modo de vida desvinculado de la realidad, desconectado de las circunstancias, sin ningún tipo de noción de la suerte de los demás. Una puesta en escena morbosa, a modo de vean-ustedes-cómo-vive-esta-banda-de-ricos, de un modo de estar en el mundo (o de no estar en él) que para mucha gente debe ser objetivo, y para otros, los insiders, motivo de orgullo. Antonio Gómez (que no existe, pero que bien podría), afirmaba que los fotografiados eran los miembros de la aristocracia mexicana, una élite podrida – o perdida – en los vapores de una obnubilación provocada por el dinero, la fama, y el poder.

Rossell_Zoológico

Mucho qué decir de lo que piensa Antonio Gómez (que en realidad es el sentir de otra persona, una que es dueña de una envidiable capacidad analítica); en primer lugar, no es descabellado ponderar que la artista – aunque habrá que preguntarle a ella – quiso poner en evidencia una serie de características muy destacables y condenables de este grupo de “aristócratas”: la insensibilidad, el absurdo, lo cursi, lo kitsch, lo enloquecido y trastocado, lo macabro y – notablemente – lo desproporcionado de todo ello.

 De que sean individuos representativos de la aristocracia mexicana, si nos ponemos rigurosos, pues no. Pero este tema de quiénes son los aristócratas y quiénes no lo son es uno muy complejo, y dilucidar diferencias, aunque sean muy evidentes, deberá hacerse en otra ocasión. El grupo puesto en evidencia no es un grupo aristocrático. Ni mucho menos. Pero esto no importa. El trasfondo está en un lugar distinto.

 En otra ocasión me sirvió escuchar la opinión de Matilde González-Vallecas, cercana parienta de algunas de las personas afectadas por el mordaz planteamiento de la artista. Para ella, estaba todo muy bien. Qué chula que sale ahí mi prima; qué guapo que se ve acá mi hermano, qué bonito que es ese fondo falso de friso que da la impresión (sofisticado trompe-l’oeil) de que afuera hay un jardín lleno de palmeras, qué cuajada de oro que está la montura de nuestro abuelito y qué maravilloso fue que mi tío Marco Antonio haya tenido la ocurrencia de enmarcar ese póster de la pintura de Van Gogh, que al final es igualito al original pero no costó tan caro.

Rossell Copia

Interpretaciones hay muchas, y quizá todas las lecturas tengan cabida. Las arriba referidas y muchas otras. Lo desconcertante del asunto surge cuando uno se empieza a hacer, a raíz de la observación del material, cuestionamientos existenciales relacionados con la identidad – o la falta de ella-; con la imposibilidad de saber estar en el mundo; y, lo más grave, con lo inconducente de todo.

La única redención, pues, es la contemplación liviana de la desgracia propia. También está la opción de soportar el pesado fardo de la vida como fenómeno estético, claro. Pero es muy divertido intentar soportarlo como fenómeno antiestético, con la claridad que da el poder de observar a la distancia. Para el espectador sensato, aquel que logra despojarse de enfados y ganas de criticar (yo no soy uno de ellos, sobra decirlo), la única salida es mirar aquel circo como lo que es: una realidad tan estremecedora que no puede más que ser objeto de rotundos, elocuentes, severos e interminables ataques de risa. Al fin y al cabo, todo es una broma.

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