De la pobreza al poder: estados efectivos y ciudadanía activa (1)

Pensar la relación entre sociedad civil y gobierno, y encontrar caminos para que ésta sea fructífera son quizá unas de las tareas políticas e institucionales más importantes del momento, especialmente en nuestros países en América Latina.

Desde Oxfam, planteamos que la clave para superar la pobreza y la reproducción de la desigualdad es contar con Estados efectivos y ciudadanías activas, es decir, con instituciones públicas transparentes y eficaces y con organizaciones ciudadanas críticas y propositivas.

Y ello implica incidir en la redistribución del poder en nuestras sociedades, para renovar nuestros pactos sociales constitutivos como naciones, en una dinámica de interdependencia internacional como nunca se había visto.

La relación sociedad civil–gobierno –y ponerlo en este orden es importante porque nos recuerda la fuente de la soberanía, el poder de los mandantes sobre los mandatarios–tiene como principal objetivo el que haya más y mejor democracia, más y mejor distribución del poder para darle rumbo a nuestros países y a la dinámica internacional.

El piso básico, y a la vez el horizonte de ello, es el fomento y goce de los derechos humanos; queremos más ciudadanía y mejores gobiernos para que sea factible el buen vivir. Hoy, la pobreza y la desigualdad aparecen como los obstáculos estructurales de este anhelo. En el debate global sobre el desarrollo, la formulación es la combinación inteligente entre crecimiento económico, sostenibilidad ambiental e inclusión social.

Que haya más y mejor democracia implica una lucha, una confrontación de intereses. La relación sociedad civil–gobierno se da dentro de esa disputa. No es una relación tersa y fluida,  implica construirla con inteligencia, con perseverancia y con resultados positivos.

Que haya más y mejor democracia implica una lucha, una confrontación de intereses. La relación sociedad civil–gobierno se da dentro de esa disputa. No es –como lo sabemos– una relación tersa y fluida; implica construirla con inteligencia, con perseverancia y con resultados positivos que podamos mostrar como evidencia de que es viable una correspondencia fructífera, de que es factible construir el entramado democrático de la relación expresado entre otras cosas en elecciones limpias para elegir a nuestros representantes, en procedimientos claros de rendición de cuentas, en sistemas de información que reflejen mejor el aporte del llamado sector social, en espacios institucionalizados de participación ciudadana, en mecanismos efectivos de consulta para las políticas públicas, en práctica consistentes de generación de propuestas ciudadanas y en canalización transparente de recursos públicos para la acción de la sociedad civil.

Un Estado democrático debe invertir en la consistencia de su sociedad civil y las organizaciones civiles que orientan su quehacer al servicio a terceros en la lucha contra la pobreza, deben contar con recursos públicos. Esta es ya una práctica que se está extendiendo en nuestro continente y que tiene décadas de implementación en otras latitudes.

Fueron los recursos de la cooperación internacional los que permitieron el florecimiento de las organizaciones ciudadanas en años anteriores y se seguirá necesitando en los países más pobres. Pero la dinámica económica ha cambiado en el mundo, ya varios de nuestros países en América Latina (y en otras regiones) no pueden alegar la falta de recursos para explicar las situaciones de pobreza, México entre ellos.

Nos toca ahora movilizar los recursos domésticos necesarios para darle vitalidad a nuestras sociedades civiles, para fortalecer a nuestras instituciones públicas y para ser más efectivos en la calidad de nuestras políticas. En esa línea estamos abriendo mayores posibilidades a políticas de coinversión de recursos públicos y privados a favor del desarrollo y del fortalecimiento del quehacer de la sociedad civil. Y en esa línea, estamos discutiendo las orientaciones y criterios sobre las políticas de cooperación internacional de nuestros países, ya identificados como donantes emergentes.

Quisiera insistir aquí en un aspecto que me parece crucial: una de las principales tareas de la sociedad civil es fortalecer al Estado, cuidar la consistencia de nuestra arquitectura democrática institucional y la calidad de nuestros gobiernos (y partidos políticos podría añadir); en esa medida podremos esperar que nuestros Estados realmente se funden en el derecho y en la justicia y en esa medida podremos esperar un Estado que invierta en su sociedad. Quizá el Estado es el bien público más público que tenemos como sociedades. Por ello hay que rescatarlo de los poderes privados que se sirven de él, hay que hacerlo más público y que realmente sea un bien y no un mal.

Cuando pienso en el adjetivo “civil” que le damos a las organizaciones sociales o ciudadanas, me remite por lo menos a tres dimensiones de nuestro quehacer como organizaciones de la sociedad civil: primero, estamos llamadas a crear ciudadanía, sujetos individuales y colectivos que se hagan cargo de la polis, o sea que hagan política (de la buena, esperamos); segundo, estamos llamados a construir civilidad, espacios de conversación y construcción de acuerdos desde las diferencias y la diversidad; y tercero, estamos convocados a construir civilización, es decir, a ensanchar los límites de lo público, a crear referencias culturales que hagan posible más justicia, más equidad, más corresponsabilidad, más derechos.

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