Quizás fue la idea del orden la que me hizo pensar en escribir sobre ella. Supongamos que sí. Y como soy un individuo muy obstinado, me veo frecuentemente ante un problema irresoluble: aquella idea que se me mete un día en la cabeza luego no puede ser desechada. Así, aunque sin verdadera motivación, decidí que tendría que escribir a toda costa sobre María Izquierdo.
La obra de María Izquierdo, nacida en San Juan de los Lagos a principios del siglo XX, es una rica en figuración, poderosa en iconografía, de construcciones casi geométricas, claras, contundentes; de cromatismos vivos y variados, bien definidos. Sobre todo, se trata de una obra ordenada. Las alacenas, por ejemplo. Las alacenas de Izquierdo son pequeños conjuntos de pequeñas piezas organizadas de manera casi maniática. Por ahí empezó todo, me parece…

Debo dar un antecedente: tras cuatro meses recién cumplidos de vivir la vida del nómada – por razones que omito acá ya que estoy seguro de que son irrelevantes para el orden del caos universal – finalmente hoy que escribo tuve casa. No quiero decir que llevara yo cuatro meses pasando fríos y penurias, durmiendo en bancas y cobijándome con plásticos y periódicos; no. Lo que sucede es que hasta hoy se me instalaría el librero en el que acomodaría mis libros. La puesta en escena de mi “biblioteca” – por llamarle de alguna forma al conjunto variopinto de escasos libros que he almacenado gracias a compras, regalos, herencias, préstamos y sobre todo robos (en una fabulosa biblioteca de un señor que ya murió una sentencia lacónica detenía los ímpetus del pedigüeño: “no se prestan libros, porque esta biblioteca está hecha de libros prestados”) – me ha dado tranquilidad y paz. Luego de ciento veinte días de inestabilidad, hoy vuelvo a sentir la serenidad de quien se halla en sus dominios, por más que el dominio sea rentado.
Mientras el carpintero terminaba de organizar el tablerío verde, decidí ir al Museo de Arte Moderno a ver la exposición que ahora se alberga ahí del archivo de la artista jalisciense. Invité a mi amigo Juan Carlos del Valle a que me acompañara. Entre sala y sala, me preguntó por qué había querido ver en específico esa exposición. “Por dos razones”, le dije. “Primero, porque vi que Andrés Blaisten había escrito una nota sobre la poca difusión que se estaba dando a la muestra. Segundo, porque se me metió en la cabeza escribir sobre ella”. Juan Carlos sonrió. Sin duda por su mente pasó la idea de que estaba yo usándolo como compañía para efectos bien egoístas.

Yo veía los cuadros. Leía, pegadas en mamparas, las notas de periódicos de los años cuarenta y cincuenta relacionadas con la pintora y su carrera. Me detenía ante las fotografías. Observaba los cuadros – bodegones, paisajes con naturalezas vivas, caballitos, autorretratos, retratos de amigos, más caballitos -. Leía las frases vinílicas de sentencias de Izquierdo pronunciadas en entrevistas ya muertas. Nada. Hasta entonces, sólo una vinculación: el orden de las alacenas y el orden de mi universo: la feliz extradición de cajas de cartón que vendría, los libros en sus repisas, por temas, y la liberación del espacio secuestrado. Las alacenas de María Izquierdo. De eso escribiría, en la coyuntura de la organización, a modo de alacena bien pulcra, de mi espacio personal. Dos problemas: uno, el tema era aburrido; y dos – carajo -, en la muestra no había ninguna pinche alacena.
Estaba a punto de renunciar. Pensaría en otra cosa. Escribiría sobre algo más. Sobre la presencia de las hormigas en la historia del arte, por ejemplo, o sobre alguna otra preocupación igualmente esencial. Pero de pronto encontré lo que estaba buscando. Así, como sucede: de sopetón. Vi a Giorgio de Chirico en el bagaje pictórico de la artista mexicana. Ahí, en una obra que representaba a una naturaleza muerta en un paisaje, definitivamente estaba el artista metafísico. Me empecé a fijar en otras piezas con elementos similares, y me pareció que mi observación no era descabellada. Naturalezas muertas en paisajes misteriosos; perspectivas hacia lo infinito; construcciones con escenarios que conducen a una inmensidad insondable. El paisaje metafísico en ciertas obras de María Izquierdo. Parecía buena idea, al final.

A partir de ese momento y ya fuera del museo, todo empezó a reportarme el tema que traía en la cabeza. Donde quiera veía referencias a Chirico, a María Izquierdo, a árboles secos, a viento fríos pasando entre ramas en paisajes inhóspitos; a esculturas abandonadas; a pequeñas casas, cuadriculadas, inhabitadas. Y aquí está el quid de aquello de lo que, en realidad, luego de tantas vueltas, quiero hablar. El interesante asunto de las vinculaciones insistentes.

Hace casi una semana me encontré a un amigo en la presentación de un libro, y al escuchar su entusiasmo sentí la alegría que experimenta quien encuentra empatía no expresada en una reflexión accidental. Uno de los presentadores llevaba un morralito con un bordado colorido muy esmerado. “Eso es arte textil de los indios de Chinchero, en el Perú”, me dijo. “¿Puedes creer que nunca había oído hablar de ellos, hasta que esta mañana leí algo sobre su cultura, y desde entonces he encontrado en un solo día cuatro distintas referencias a su trabajo? ¡Ese morral! ¡Así me pasa siempre!” “Te entiendo” le dije yo. “Es como cuando aprendes una palabra nueva que crees que nunca usarás, y ese mismo día se te aparece en cinco conversaciones distintas”.
El carpintero había acabado su trabajo y habíamos quedado en que me dejaría las llaves de mi departamento en la librería de mi amigo Max Ramos. Me fui entonces a la Jorge Cuesta, en la calle de Liverpool. Ahí seguía el maestro Francisco. Entramos a la librería, porque me dijo que tenía que mostrarme un escritorio que era exactamente lo que hacía unos días le había pedido que me consiguiera. El escritorio era bonito, sí. Pero eso no me llamó la atención. Lo que me dejó patidifuso fue lo que había encima: un libro de arte abierto en una página doble, en la que se reproducía, con toda nitidez, “La niña de la rueda” de Giorgio de Chirico.

Es curioso. Pero hay veces que todo tiene que ver con lo mismo. Que todo tiene que ver con todo. Aunque en este artículo – al menos así lo parecería – nada tiene que ver con absolutamente nada.