Desde el principio se resistió a la entrevista. En realidad, al señor nunca le gustó la idea de convertirse en un pintor famoso… quizá por lo que esto conllevaba. Lo biográfico del pintor le parecía abominable. La obra había que disfrutarla. Si acaso se hablara de algo, que fuera de la pintura. La historia del pintor como tal resultaba al final irrelevante. ¿La muerte del autor? Quizá Roland Barthes tenía razón y Balthasar Klossowski de Rola, conocido como Balthus, estaba de acuerdo con él.
– Me vine a Rossinière porque a Setsuko le divertía la idea de vivir en un castillo de madera – le dijo como parte del preámbulo a la joven periodista. Otros afirman que su esnobismo galopante no hubiera podido sentirse saciado de otra forma.
El conde de Rola era muy delgado, de pelo ya muy ralo, una distinguida nariz aguileña y piel apergaminada que se le había pegado a los huesos. Huesudo, el hombre. Enjuto, el viejo. Estaría furioso de que alguien – difícil que se enterara, vivo o muerto – lo estuviera describiendo… y con tan poco favor.
Los antecedentes son relevantes en este caso. Al hogar paterno entraban y salían personajes de la talla de Rilke, de Pierre Bonnard, de Antonin Artaud y de Henri Matisse… De hecho, fue Rainer Maria Rilke, su padrino (las lenguas más avezadas afirman que la relación del poeta con la madre de su ahijado sería algo más intima que la que cualquier padrino se sentiría cómodo de sostener con su comadre), quien lo animó a que hiciera públicos sus primeros dibujos: una serie de retratos de su gato Mitsou. Ahí empieza todo, quizá. En su iconografía abundarán siempre los felinos y, particularmente – cuestión que ha dado origen a cualquier cantidad de debates y elucubraciones – las niñas en muy diversas y sugestivas poses.
En “El cuarto” (1952), un gato de perturbador gesto observa mientras una siniestra niña revela la desnudez de una adolescente al dejar entrar la luz por la ventana de la habitación; En “Los años dorados” (1945), una joven recostada en un diván – el hombro que asoma tímido cuando el vestido se desliza hacia ese brazo que cae sin fuerza, una pierna levantada, la falda recorrida – contempla su flamante belleza al tiempo que, allá al fondo, un mozo atiza el fuego de la chimenea…

Balthus, enigmático, poco más que esto afirmó respecto de la sensualidad de sus niñas. “Pedófilos ustedes”, parecía decir, ofendido, cada que le pedían explicar el por qué de su aparente fijación con lo tímidamente voluptuoso, de su interés tan marcado por esos embrujadores personajes de profundo erotismo que muy bien pudieron servir de inspiración para que el gran Nabokov escribiera su “Lolita”. La categórica respuesta de Balthus resuena todavía (“¡El morbo está en otro lado!”), mientras una niña impúber se arremanga la falda y una joven de recientes protuberancias juega desnuda con un gato rayado.
