“¿No sería mejor empezar otra vez por el principio y redescubrir el arte de los verdaderos primitivos, los fetiches de los caníbales y las máscaras de las tribus salvajes?
E.H. Gombrich
Y sí. Pero tardó. Antes había sido todo muy convulso. La historia de la negritud es por antonomasia una de agitaciones interminables. Sigue siéndolo… de un modo más perverso.
No había consideraciones de índole posicionadora para máscaras primarias, esculturas de geometrismos elementales y vestigios de tradiciones barbáricas. Hubo que alcanzar un tippingpoint, y luego empezar de cero a tomar en cuenta cosas ajenas, cuando el arte occidental se había estancado en una representación de la realidad que – decían los vanguardistas – ya no ofrecía otra cosa que imagen reproducida. También hay siempre, acá, mucho de un tema político problemático y delicado.

Los negros sufrieron en manos de los blancos. En manos de los portugueses, de los españoles, de los franceses y de los ingleses. También en manos de sí mismos sufrieron al principio y desde siempre… y luego, después de la liberación,terminaron por convertirse en sus propios verdugos.
Recuerda con tristeza amarga un personaje central de una novela de Carpentier:
“Peor aún, puesto que había una infinita miseria en lo de verse apaleado por un negro, tan negro como uno, tan belfudo y pelicrespo, tan narizñato como uno; tan igual, tan mal nacido, tan marcado a hierro, posiblemente, como uno…”
Y entonces uno piensa (de pronto es bueno hacerlo): la maldad humana no admite solidaridades ni empatías idiotas… Henri Christophe ya era rey de Haití. Quería su castillo cursísimo de Sans-Souci (vaya nombre para un lugar con tanta contrariedad). Había echado a los franceses, aquellos que no habían muerto violados, apaleados y estrangulados por brazos potentísimos y armas propias. Ahora él sería el amo. Y sabrían de crueldades y despotismos los que quedaran a su merced.

A Francia llegaban tristes noticias. El Imperio había perdido un pedazo de tierra fértil que la trabajaban por nada bestias imponentes que exprimían azúcar de la caña. En las tertulias todo mundo se reía. La corte del rey Christophe era de carcajada: imitaba a lo deleznable, lo desconocido del Viejo Continente, y en un patético esfuerzo de glorificación generaba atuendos afrancesados para nuevos duques, marqueses y condes analfabetos que no podían soportar sobre el lomo sudado el peso de camisas de telas finas y la presión de casacas de terciopelo.
Alexandre Dumas entretenía a su grupo de admiradores. Siempre hay un imprudente, algún avezado jovenzuelo capaz de sentirse capaz (así, directamente) de imponer la severidad de un comentario perspicaz en su audiencia:
Se disertaba sobre la negritud. Impetuoso y temerario, se anima a provocar al odiado literato de los éxitos comerciales:
“Pero si por cierto, querido maestro, usted debe saber mucho de negros, con toda esa sangre africana que corre por sus venas”.
Dumas no se exaltó cuando respondió con elocuencia:
“Pero por supuesto. Verá, querido señor: mi padre era un mulato; mi abuelo un negro; mi bisabuelo un simio. Como usted puede percatarse, mi familia comienza donde la de usted termina”.
Y entonces es preciso hablar del origen al que todos nos remitimos, ya sin ganas de ofender a nadie. Del origen que llama la atención a los artistas experimentales, como les apoda Gombrich. A esos que, a pesar de pertenecer a distintas tendencias artísticas en un tiempo histórico determinado, voltean hacia el continente negro para inspirarse en lo que fue el principio de todo…

Cézanne, claro. Obsesionado por las cualidades simbólicas y de abstracción geométrica de las esculturas africanas, así como por todo lo relacionado con el continente negro; FernandLéger, que incluso lleva la iconografía descubierta al ballet de la Creación del mundo; y sobre todo Picasso, que inaugura el cubismo con unas meretrices de Avinyó cuyos rostros no son otra cosa que reinterpretaciones de máscaras tribales que lo enloquecieron e inspiraron.

Y luego, muchos años después y a muchas millas de mar, un joven excéntrico pinta en las paredes de una ciudad que se construyó hacia arriba. Grafitero no, afirmaba furioso. Pintor. Pintor que se manifiesta de pecho, envalentonado, contra (nuevamente alguien lo tiene que hacer) el establishmentartístico. Jean-Michel Basquiat confronta como un outsider anti-académico y libre, visceral (como si abrevara en el Art Brut de Dubuffet) y lleno de una pasión que desborda.
No quiere reivindicar un carajo. Sólo quiere contar historias que viven en él. Que viven en él desde el África profunda y a través de sus ancestros inmediatos llevados como esclavos a Haití y a Puerto Rico. Su iconografía es una que se manifiesta sin tapujos y sin que la técnica tenga nada que ver. Es sensorial y auténtica, primaria, salvaje, agresiva, violenta. Incapaz de vivir con tanto fuego, se quema a los veintisiete años toda su existencia fugaz y transgresora.

Pero parece que todo esto importa poco o casi nada. Desafortunadamente, en nuestro miope sentirnos obligados por cuestiones políticas e históricas, olvidamos la relevancia de todos los detalles que componen a la negritud en lo universal. Y nos reducimos a creer que lo negro es simplemente un miserable ítem digno de la conmiseración de un idiota affirmativeaction. Lo negro se legitima por haber sido ignorado, luego vapuleado, pisoteado y violado. Y esa es la construcción mental que como resultado arroja una legitimación por lo negro… en tanto que miserablemente negro. Y en esa frivolidad pendular encontramos la desgracia de no enterarnos de nada, y nos sumergimos en nuestra triste superficialidad ignorante, ante la imposibilidad de ver al ser humano como tal (malvado, bondadoso, genial, imbécil, diabólico, angelical, negro y blanco, todo en uno), con su bagaje histórico y metagenético, incluso, y no como una víctima de su color o como un pobre esclavo de su triste historia.