GEA-ISA, quien en las páginas de Milenio hizo un seguimiento diario a través de 101 días, o “3 meses de emocionante travesía”, como diría después Gómez Leyva en su disculpa pública, a la luz de tan magno chasco, marcaba en su última muestra una ventaja de 18.6 puntos porcentuales de EPN sobre AMLO, su más cercano contendiente. Algo similar ocurría en las páginas de Excélsior, El Universal y el Sol de México, donde las encuestadoras Parametría, Buendía & Laredo y BGC-Excélsior publicaban una diferencia de 16 puntos entre el primer lugar y el segundo. Mitofsky también hacía lo propio. Ahora sabemos que, sin que al momento de escribir esta columna sean oficiales los datos, la diferencia entre los dos principales contendientes será apenas de 6%. Digo apenas porque según las estimaciones de nuestros encuestadores la diferencia entre ellos nunca dejó de ser de menos de 15 puntos porcentuales, llegando incluso a ser de treinta.
Ahora vienen las justificaciones, por supuesto. Hablan del famoso “votante oculto”, de que si el elector del PRI es el más volátil (cuando es de todos sabido que es precisamente el PRI quien cuenta con el voto duro, corporativo, y por ende predecible, más denso del país), que si la varianza y que si el modelo. Pretextos. Las encuestas, desde que tenemos elecciones más o menos confiables, han adquirido un protagonismo inaudito, amparadas por un método científico que, según sus defensores, las reviste de confiabilidad y certidumbre. Forman parte de un discurso totalizador que trata de erigir a estos instrumentos como factor de “objetividad” infalible; la verdad absoluta. Su verdadera fuerza radica en el binomio que se ha creado entre las casas encuestadoras y los medios de comunicación; los segundos nutriéndose de las primeras para establecer una clara línea editorial, donde lo social irremediablemente sucumbe ante la “frialdad de los números”. Y es que las encuestas no mienten, repiten hasta la nausea muchos comentócratas y líderes de opinión, encontrando en estos ejercicios de medición el desenlace de una elección meses antes de que siquiera se celebre la jornada electoral.
Es realmente grave lo que está sucediendo con las encuestas. Desde hace siete meses, e incluso más, se vino imponiendo en los medios, a través de estas mediciones, la percepción de que era inevitable el triunfo de Enrique Peña Nieto. Llegando incluso a considerar el proceso electoral como un mero trámite. A los detractores de estos números, escépticos, renuentes a otorgarle credibilidad a unas cifras que por meses se mantuvieron igual (lo cual ya constituye en si una irregularidad mayúscula), la respuesta fue siempre la misma: es imposible que todas las encuestas estén equivocadas, toda vez que arrojan, casi a exactitud, los mismos resultados. Pues bien, ahora vemos que todas las encuestas fallaron. Fortaleciendo además el argumento de aquellos que piensan que estas predicciones no son más que una estrategia de posicionamiento político; estrategias de mercadotecnia para fortalecer a un candidato.
Negar que las encuestas electorales influyen en la intención de voto es cobarde y estúpido. Lo digo porque al parecer ese va a ser el principal argumento de exculpación política a esgrimir por los encuestadores, hoy en el banquillo de los acusados. Tan influyen que el candidato del PRI las usó en sus spots de campaña; tan influyen que fueron muchos los que, irresponsablemente, daban a un claro ganador antes del inicio de las campañas políticas. A mí, mientras tanto, no me queda más que imaginar qué hubiera pasado si en la última entrega de encuestas, a tres días de la elección, las mediciones colocaran a AMLO a sólo seis puntos de EPN. Y sé que no estoy solo. ¿Qué hubiera pasado con el voto estratégico, o también llamado voto útil? Lo que sí me queda claro es que esta elección marca el final de las encuestas como factor determinante, su credibilidad está por los suelos. Y ante la evidencia, soy también de los que apoyan una mayor regulación en su ejercicio; el abuso ha sido mucho.