“… hasta en los versos hay veces que hay poesía”.
Pero el tema no es ese, aunque da un poco igual, al final, cual sea el tema. Manuel Álvarez Bravo conoció nomás un siglo, y unos cuantos días (algo así como seiscientos) del siglo que ya nacía cuando él se enfriaba definitivamente. Digamos que se perdió dos años del siglo en el que anduvo tomando retratos de lo que se iba encontrando (de preferencia los domingos, como él mismo afirmaba), y los recuperó en el siglo en el que ya solamente se dedicó a armar sus velices para disponerlos a la puerta de salida, como diría un argentino muy bohemio.
Harto se ha dicho de don Manuel Álvarez Bravo. Muchas veces sus fotografías se han expuesto, coleccionado, vendido, comprado, mandado y recibido, reproducido y contemplado. Incluso mientras de tinta mojo este papel reciclado, hay en el Museo de Arte Moderno de la Ciudad de México una muestra – curada por Laureana Toledo – que incluye una importante variedad de imágenes inmortalizadas por este fantástico fotógrafo mexicano.
A pesar de todo, creo que es menos lo que se ha dicho de su inefable humor negro. Empeñado desde siempre en reproducir y congelar un México tan sui generis como él lo percibía, durante la década de 1950 se dedicó a tomar una serie de fotografías en las que no hacía más que lo que se puede ante la desgracia: burlarse de ella. Es en esa década que nacen “Señal, Teotihuacán” (conocida también como “Cajas Mortuorias”) y “El gran penitente” (ambas reproducidas aquí), que no puede ser (esta última), más que cínicamente gloriosa.

Y finalmente, en el 2002, se murió don Manuel. Había que llorar, sin duda, pues como dijo Machado, un golpe de ataúd en tierra es algo perfectamente serio (¿será para tanto, francamente?). En fin. Ahora es el tiempo, inexorable verdugo, el que se ríe del fugaz pero irrepetible paso de don Manuel por un mundo de carcajada.
