El maldito

Fue tras 27 años de alucinar una vida que el hombre se dio cuenta de su malestar. Eran quizá las 11 o 12 de la noche de un jueves, la calma de la obscuridad era mucho más reconfortante que ser visto bajo el espectro de la luz. Recostado, vacilaba incoherencias que a los odios del común denominador eran solo frases sin sentido; le llamaban loco, estúpido, arrogante, y un sinfín más de adjetivos que eran equívocos para describir su padecimiento.

Esa noche, el malestar que lo acompañaba desde la cuna se reveló; atacó agresivamente como un cáncer que se expande por todo el cuerpo. De nueva cuenta el miedo lo atormentaba, sus ojos lagrimeaban, las voces volvían pidiendo a gritos su sangre; su diminuto cuerpo se tambaleaba, colmillos y garras crecían de sus apéndices. Ahí estaba, a la luz de la luna, intoxicado por su inevitable padecimiento.

Pensó en medicarse nuevamente, en beber su somnífero amargo, en distraer sus ojos con letras, en escuchar ritmos y melodías que lo apaciguaran, pensó. Encerrado entre cuatro paredes comenzó a enloquecer, se reveló su ser, una bestia fuera de este mundo, nada parecido a un hombre, no existía palabra alguna para describirlo, una bestia sin moral, un ser abominable que era capaz de percibir la verdadera naturaleza de la existencia.

La bestia aullaba pidiendo ayuda, quería que su malestar se detuviera, que la normalidad invadiera su cuerpo y jamás tuviera que volverse a mirar con ese aspecto, quería la pasividad de ser parte de la muchedumbre, quería formar parte de la simpleza de la que sus congéneres eran dichosos en la ignorancia.

Poco a poco aquel infeliz se fue conteniendo. Su vista se fijó en aquel ventanal que le permitía ver el esplendor de las formas astrales. Recordó aquel momento en el que lo maldijeron, ese abominable día donde se supuso diferente, anormal, bestial, un monstruo ante la mirada de los otros.

Vino a su mente la imagen del hombre que lo condenó, la declamación y las palabras exactas que lo encadenaron a la inmundicia terrenal, aquella frase con la que sepultaron toda posibilidad de felicidad, las palabras más dolorosas que jamás se hayan pronunciado, acompañadas de un “te amo”.

De vuelta a la cama, se dejó acobijar por los brazos dóciles de un servil humano que era incapaz de comprender su desdicha. Se dejó arropar y limpiar; le colocaron prendas para ocultar su miseria, le maquillaron para tapar sus cicatrices, le nombraron para hacerle humano.

El hombre sabía que jamás escaparía de su maldición; que por el resto de sus días la tortura diaria de haber sido maldecido con la pesada carga de los sentimientos y el conocimiento le harían perder los estribos tarde o temprano. Aquel maldito estaba condenado a la soledad, incomprensión y tristeza.

Carlos Ramírez

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