-Qué extraño –comentó Markovic –; siempre pensé que los pintores embellecían al mundo. Que suavizaban lo feo.
Arturo Pérez-Reverte. El pintor de batallas.

Durante siglos nos hemos sentido movilizados por aquello capaz de generarnos sentimientos distintos de la apacibilidad y el sosiego de un prado puntillista de Seurat, luminoso y colorido, o de una Venecia de Canaletto; de la blancura inmaculada de una mujer de Madrazo, y la perfecta convivencia de colores y perspectivas de un escenario de Caillebotte en el que un caballero camina con su perro; de las proporciones de implacable geometría de la Victoria de Samotracia y del inmejorable uso de las técnicas del sfumatto de una Virgen de la rueca de Leonardo da Vinci.

Resulta que nos han también maravillado siempre – desde lugares que podrían hacer pensar en que somos también discípulos de Sacher-Masoch – las flores horrendas, carnívoras, de colores pardos y crueles formas que Des Esseintes mandó llevar a su casa de retiro en el À Rebours de Huysmans; los empalados de los Desastres de Goya y su caballo destripado por un toro cornivuelto; la decadencia inevitable de la mujer, radiante al principio, pútrida al final, de una pintura de Hans Baldung Grien; el niño deforme y chueco de José de Ribera y la horrorosa pesadilla implícita en un cuadro de Füssli.

Así que el arte no está ahí simplemente para tranquilizar y alegrar. ¿Qué nomundo sería el nuestro si no existieran el horror y lo terrible? Si todo fuera bello, la belleza no existiría porque, en su absoluta dimensión, todo existe sólo en la medida en que es oponible a su antítesis.

Vemos que la estética de la fealdad (en su sentido amplio, si seguimos a Umberto Eco) no ha empezado apenas recién a provocar la sensibilidad del espectador. La estética de la fealdad no es nuevo descubrimiento ni una nueva afición de creadores.

El tema es que ahora estamos ante otro fenómeno: nadie controvierte que la fealdad tenga su propia estética y valor. Al menos yo no lo hago. El problema que sí se controvierte es el de la ausencia de belleza como constante y el desinterés sintomático por la misma. Vemos cada vez con mayor frecuencia el recurso a pretender crear experiencias dionisiacas con herramientas de fácil acceso: la violencia, el sexo, la atrocidad, los tabúes, el horror porque sí, la tortura y lo informe… el morbo, pues, sin el sostén de una dialéctica clara; “obras” que cada vez precisan de discursos más rebuscados para poder justificarse.
Eso sí: son varios hoy los artistas que nos proponen valorar otras estéticas. O que nos convidan al desplazamiento de la belleza para dar cabida a otros conceptos dignos de ponerse sobre el pedestal (o al menos bajo el reflector), como hicieron las corrientes en la Europa de las vanguardias históricas de principios de siglo XX. Lo inaceptable no se encuentra ahí, sino en llamar arte a aquello que quiere alarmar por alarmar. O el recurrir al elemento chocante para adquirir presencia y ser objeto del comentario y la apreciación del mundo.
Seamos francos: el amontonamiento de triques de Jason Rhoades, los frutos extraños de Zoe Leonard y el “performance” espontáneo de Ángel Delgado en una Bienal de La Habana, que culminó con un acto escatológico del “artista” en pleno foro, ¿son acaso obras de arte, solamente por haberse consagrado en un espacio museístico y porque un señor Mutt que no existía cambió de sitio un urinario? ¿O porque la recontextualización duchampiana es legítimamente reproducible, como si se tratara de Pop Art? Mis limitaciones me hacen tener dudas.

El recurso al morbo para sobresalir hace caer al ocurrente en una risible paradoja: ya a estas alturas del partido, este tipo de innovaciones avientan al artista al caudal central del arte (al mainstream, esa útil palabra de alto contenido sintético) de un tiempo que ha evolucionado para voltearle la cara a la belleza por sí misma y ha recurrido al escándalo como método.
Pero en fin: todo estereotipo es por definición erróneo; así como está inexorablemente condenado a la insostenibilidad cualquier fanatismo, que termina siempre por verse destruido desde dentro mismo de sus filas.
¿Estaremos realmente viviendo en una época en que la belleza ha muerto? ¿O será que vive, pero a diario le damos la espalda nosotros, como en su tiempo Gauguin pretendió dársela a lo incontemplable y a la destrucción para irse a maravillar ante la belleza más esencial de una naturaleza inexplotada? Debemos aceptar que, desde hace décadas, vivimos en tiempos en que se han venido abriendo puertas a otras valoraciones. Creo que tratamos temas que se cruzan y conviven sin tocarse agresivamente, siempre y cuando seamos cautelosos y nos neguemos a franquearle la puerta del mundo del arte a la impostura.