El perro del desasosiego. Del miedo. De la desesperanza. De la desilusión. De la frustración más horrenda. De la conciencia de la muerte. De la conciencia inminente de la muerte. El perro del conocimiento del fin. Del temor, del pavor, del escalofrío ante lo ineludible.
Sin embargo se lucha. Se lucha a sabiendas de que nada bueno saldrá ya; que nada se resolverá para bien. Se lucha aún cuando se sabe que todo será horripilante. Cuando todo está ya siendo horripilante. La incredulidad. Eso surge. En medio de la crisis, ante el desastre y el horror, ve la luz la incredulidad de que lo espeluznante esté efectivamente sucediendo.
Ese perro soy yo. Era él. Somos todos en un momento concreto. Ese perro es Goya descorazonado, el Goya del patetismo, Goya odioso, el Goya del terror. El perro es el Goya del desconsuelo: el Goya de la Finca del Sordo.
En el año de 1819 ese pintor de corte, aquel pintor amante, el artista inefable, indescriptible e inalcanzable, compra una finca en una colina en Carabanchel y se retira a pintar las escenas más ensordecedoras, de acuerdo con la técnica del óleo sobre secco. La capacidad de estremecimiento alcanza los niveles de la brutalidad. El estado de ánimo del pintor se plasma con maestría, como calca, en la obra que produce. Goya está enojado, triste, furioso, asustado, desahuciado… Las pinturas nos lo dicen. Él no habla con nadie. De cualquier forma no escucha, porque no quiere escuchar. Se ha quedado sordo, pero por voluntad propia. No quiere tener relación más que, dicen, con la amante aquella. ¿Eso lo ha amargado? Tal vez. Quizá, más bien, lo ha amargado el conocimiento del horror del mundo, la toma de conciencia de la desnaturalización del hombre y, por tanto, de él mismo. Odia a todos. Y hace bien.
Goya muere, como murieron antes otros. Pasa el tiempo y Émile d’Erlanger, un banquero francés, adquiere la oscura finca. Se descubren las pinturas y el dueño nuevo pretende venderlas. El genio de Fuendetodos las ha pintado al óleo sobre revoco, y hay que desprenderlas de los muros para efectos de trasladarlas. En ese contexto uno se entera de cosas.
En 1874 el fotógrafo francés J. Laurent hace una serie de retratos de las pinturas negras de la Finca del Sordo. Entre ellas, fotografía la pieza del perro que se ahoga. El perro semihundido. La imagen nos dice algo muy distinto de lo que uno ha venido diciendo hasta ahora. Algo diferente de lo que se ha querido entender mediante interpretaciones de la pieza restaurada; esas interpretaciones que siempre serán objeto de burla para un creador que ya no existe. La pieza original, si nos fiamos de la fotografía, representa una cabeza – y quizá algo del lomo – de un lebrel. Arriba hay unos pájaros que sobrevuelan, y que el can parece estar mirando. El resto del animal está cubierto por algo que no tiene que ser forzosamente agua. En la esquina superior derecha vemos una roca enorme. Quizá el lugar ideal para poner un faro, si es que el perro efectivamente está luchando por flotar en un cuerpo de agua. En todo caso, estamos ante una pintura inconclusa, y no podemos saber si el perro nada, si el perro se ahoga, si el perro pide auxilio, o si ni siquiera se encuentra en peligro.
La pintura es desprendida, pues, por órdenes del barón. Se traslada a un lienzo, al igual que todas las demás que se sacan de esa casa. Luego se restaura, para mostrarnos su cara actual, con la ausencia de algunos elementos que antes el pintor había plasmado en su muro casero.
La pintura – trágica – del perro que está por encontrar su escalofriante muerte sigue hoy en día en el Prado. Forma parte de una serie de piezas realizadas por Goya entre 1819 y 1823 y que los académicos – en lo concreto Antonio Brugada – se han dado en bautizar como pinturas negras, como ya dijimos. Por lo mismo, a nosotros se nos ha dado por dejar que a esta pieza se le incluya entre las pinturas tenebrosas. Seguramente éste era el destino de la pieza que el autor había dejado inconclusa… seguramente el destino del perro era ahogarse irremediablemente… y seguramente el pintor atormentado pretendía que el perro no fuera más que una representación animal de nuestra atroz desaparición en medio de una realidad trágica que nos engulle.