A Erasmo, por el permiso.
La ingenuidad es esa característica que poseen ciertas personas que están desvinculadas de toda realidad, pues la realidad suele no ser color de rosa. Arbitraria definición, esta mía. Pero así son las definiciones y casi siempre las aceptamos sin más remilgo. Ingenuos son aquellos que no perciben la maldad del mundo, por ponerlo de alguna forma. Se les acusa de naïf a ellos que pecan – ¿pecan? – de confiar en todo el mundo; ellos que piensan que la bondad impera; ellos que presumen (como deberíamos todos hacer, a final de cuentas) la buena fe de los que les rodean.

¿Pero qué tiene de naïve una pintura de Abraham Ángel en la que el protagonista es una mula condenada que tira de una carreta, pieza en la que se percibe una profunda soledad y una oscuridad que no tarda en apoderarse también de la atormentada alma del autor del cuadro? ¿Qué tiene de ingenua una obra de Chagall en la que dos novios vuelan en una espiritual unión comprensible para el enamorado pero inasequible para quien no ha estado envenenado nunca por los humos de la limeranza? ¿Qué tan ingenuo puede ser un pintor que fue casabolsero, que vive ahora en una isla en la que da vuelo a sus depravaciones y que ha decidido voltear la espalda a los parámetros morales que conoce perfectamente y de los cuales reniega con vehemencia?

La ingenuidad, acá, radica en otro lado. No vive (radicar es vivir, ¿no? estar en alguna parte) en una incomprensión de la maldad del hombre y de su mundo, sino en una supuesta incapacidad (o una falta de voluntad) por desarrollar un arte notable en lo académico (la perspectiva, la dimensión, los colores, el movimiento, la profundidad…). Para acabar pronto, podríamos decir que el término se acuña para describir al arte de los que no saben nada de arte (o que aparentan no saberlo).
Dubuffet pintó una vaca de nariz torcida que bien podría haber sido lograda por una persona con deficiencias mentales congénitas (la corriente artística que funda este hombre, ya sabemos, pretendía enaltecer la comprensión estética de quienes no han sido enterados de los cánones de la academia), e incluso con algunos dedos de menos en la mano diestra; el ruso que se burló de las prohibiciones de su religión dibujó a un chivo bondadoso de imperfección estética notable y paleta irreal, mientras la gente de su medio se burlaba de su torpeza como creador artístico; Abraham Ángel no llegó a ser el pupilo estrella de su maestro Rodríguez Lozano, pues nunca tuvo el talento que le permitiera generar piezas dignas de una contemplación mística, así que se limitó a pintar como pudo, aparentando una falta absoluta de sofisticación. Lo mismo pasó con la hija del fotógrafo inmigrante, aunque en otros momentos la hayan querido adscribir a la corriente surrealista de las mujeres en el México de mediados de siglo XX, y suertes similares corrieron otros autores en distintas zonas del globo: Cándido López con sus batallas paraguayas en la Argentina que brincó de siglo como tierra de promesas; el georgiano Pirosmani, que pintaba seres sentados y de pie, casi siempre de frente, tal vez incapaz de hacerlo de otra forma; el francés Rousseau, maravillado con los seres de la jungla, y que una vez envolvió a un tigre con las hojas nutridas de agua de una tormenta tropical… todos ellos han sido acusados alguna vez de ingenuidad. No obstante, ninguno de ellos vivió en la candidez que bendice a los que no sufren, y las obras de todos ellos, a pesar de su simpleza de estilo, su carencia de sofisticación y su falta de elementos técnicos, denotan la presencia anímica de seres de una gran sensibilidad y de una necesidad irreductible de transmitir ideas complejas fabricadas en los laberintos encefálicos de cabezas incomprensibles.

Yo sé que a lo que se califica de naïf es precisamente a la manera infantil de representar las ideas. Entiendo que nadie está diciendo que sean ingenuos los conceptos, sino los pinceles. Acepto que sea así (y de todos modos nadie me preguntó si estaba de acuerdo, ni tenía por qué hacerlo). De cualquier forma me parece divertido reflexionar sobre la aplicación del término. Sé que la etiqueta de naïf se le cose al estilo pictórico. Pero no está de más recordar que en las creaciones de los pintores ingenuos existen profundidades insondables. No me estoy quejando de nada. Solamente estoy escribiendo conforme se me van ocurriendo las cosas, y pido disculpas de antemano si la sandez se apodera de mi pluma, que nada puedo contra tan poderosa fuerza.
Los pintores ingenuos – naïf – en México han sido muchos. Los que ahora me vienen a la mente se han volcado sobre escenas campestres o rurales en muchas ocasiones. Saldívar pintó vistas lejanas de cascos de hacienda a los que le invitaban a pasar temporadas (o de los mismos ranchos que eran propiedad de su familia); en cambio Abraham Ángel, menos afortunado en posesiones que Saldívar – pues dudo que de la humilde casa de donde lo echaron a patadas haya podido tener tiempo de sacar otro calzón que el que llevaba puesto, si acaso llevaba – pintaba con tristeza escenas de pueblos derruidos y personajes lúgubres (aunque siempre con alegres paletas, voraz contradicción de ánimos), tal vez en una melancólica evocación de su abandonado pueblo de El Oro, solitario lugar en el que naciera, como siempre pasa, sin querer…
Pintor de domingo, ese Saldívar. Pintor popular, le llamaron algunos. Error. No lo era. Era un pintor de escena que había escapado a la academia. Quizá simplemente nunca se vio a sí mismo como un pintor y directamente empezó a mojar de colores los lienzos un buen día en que se le ocurrió. Pero popular no. Como dijo el político: “una cosa es una y otra es otra”, y lo naïf no tiene por qué necesariamente coincidir con lo popular.

Al final del día, la pintura de quienes han plasmado su sentir como les ha salido del alma, sin atender a la técnica, incapaces de hacerlo mejor, o negados a hacerlo, tiene su lugar en el mundo. Parece peyorativo llamarle naïf al logro artístico de alguien que pintó como Rousseau, como Icaza, como Hicks. Quizá tuvo razón Dubuffet cuando pugnó por repartir pinceles entre los locos, entre los niños, entre los ignorantes, entre los no entendidos y los idiotas. Que pinten los dedos que tengan alma. Que lo hagan como lo hagan, bien o mal, pero que lo hagan si tienen que hacerlo. Y si el alma tiene algo qué decir, entonces algo habrá valido la pena.