A Marie-Pierre Colle, por su legado, sus historias y su gente.
¡Qué raro es ver nadar, desde arriba de las copas de los árboles más variados y tropicales, a un hombre indefinido que se enmarca en un espacio negro! Una experiencia visual de estas características es el tipo de acontecimiento que hace que los perros inclinen la cabeza a un lado, víctimas del extrañamiento. Pero al hombre que nada lo lleva otro hombre bajo el brazo. Este otro no nada. Pero ha hecho nadar al anterior. Lo ha hecho nadar para que atraviese en crolel bosque ese, y nadará ahora hasta entrar, con la ayuda de su creador, al fondo de un estudio que se protege con vidrios y gruesas paredes de la endémica humedad.
Jacobo Borges deja el lienzo que representa al hombre acuático recargado sobre una estructura de bambú grueso. Se para en el medio del espacio cerrado con gesto analítico, pero sin mirar a ninguna parte. Toma un bastidor ya cubierto de tela y se lo mete bajo el brazo. Luego, vuelve a salir a para adentrarse en esa selva que ha inventado.
A medio camino se vuelve a detener. Se da media vuelta para ver su casa de frente y apoya el bastidor en un pedazo de tierra apisonada. Su mirada se fija en los vidrios y después queda absorta en ese “mirar al través” que afecta a todos aquellos que suelen congelarse en un pensamiento borroso. Hacía años había visto esa casa. Hacía años la había visto en su mente y la había bosquejado. Quería vivir en la montaña con su mujer y con la niña esa que toca la flauta y a veces también el violín. Había sido sólo un sueño. Meses después, cuenta Marie-Pierre, un hombre que estaba al otro lado de un teléfono le llamó para ofrecerle una casa. Cuando la vio, era esa. La misma que él había dibujado. Era esa, efectivamente….
Borges se acomoda el bigote en un gesto casi mecánico, y retoma el camino original para ir a perderse entre unas ceibas.
Hace unas horas que una flauta suena desde el fondo de la casa y acompaña el movimiento de las hojas de los eucaliptos. Hace unas horas que un hombre de camisa roja y pelo chino entrecano, pelo ensortijado que se vuelve coronilla en torno al cráneo, pinta en medio de la selva a unos hombres sentados en círculo. Hombres sentados en el derredor de un círculo rojo. Hombres de disfraces, de trajes con corbata, unos; de uniformes marciales, otros; de desnudez blanca como la luminosidad cegadora, los demás… Hombres – seres – que – junto con aquella del centro, única que tiene derecho a reír y a exponer una teta al aire – carecerán de una distinción fisionómica concreta. Ellos no tienen todavía por qué saberlo, pero habrán todos juntos de quedar condenados, más bien, a recordar a esos rostros evanescentes, esquivos, fugaces y escapistas de los papas de Francis Bacon.
Nunca nadie se imagina las travesías que emprende una obra de arte. A nadie le preocupan los cambios drásticos de clima a los que se tiene que someter un lienzo pintado al óleo, ni el azoro que pueden experimentar una serie de personajes sentados en círculo cuando de entre bambúes, ficus, y helechos,son extraídos en conjunto para ir a quedar fijos a una pared blanca de un museo climatizado en una ciudad. Aunque esta ciudad sea México y este museo sea el de Arte Moderno, rodeado de árboles y de humedad que fue ahuehuetes, el cuadro de Jacobo Borges – pobre incomprendido, el cuadro – se resigna a observar a un público curioso que deambula frente a él, mientras añora aquella selva desconocida que le vio nacer un día.