En una entrevista relacionada con su película Dogville, Lars von Trier, el inefable director de cine danés, se quejaba burlescamente de las facilidades que la tecnología había venido a proporcionar a cualquier aficionado para producir películas.
Por su parte, en el año de 1859, Charles Baudelaire, furioso ante la aparición de la fotografía, había escrito a su editor una carta hinchada de descontento y rabia. El poeta maldito no aceptaba lo que estaba sucediendo en Francia y, en una obnubilación causada – naturalmente – por poseer un espíritu profundamente sensible, vaticinaba que la Francia entera caía precipitadamente en un agujero negro de condenación: la industria fotográfica había llegado para (pretender) desbancar a las bellas artes y “étonner” a un público idiota capaz de pensar que el arte era la reproducción exacta de la naturaleza.
Dogville, sabemos, es un filme inclasificable. Sin tener reseñas previas, uno sería incapaz de saber a qué atenerse antes de empezar a conocer a los silvestres habitantes de ese aislado pueblo. Todos los elementos que utiliza el director en esta película son de una meticulosidad obsesiva. Desde la línea narrativa hasta la actuación de cada uno de los involucrados, pasando por la particular escenografía, las piezas de esta producción dan como resultado una obra de arte del cine de todos los tiempos, e incluso – para algunos de los más entusiastas de los seguidores del director – un buen motivo para quitarse el sombrero.
No es pertinente hablar del elemento fotográfico de esta película en lo concreto. En realidad, si se quisiera hacer hincapié en algún ingrediente paradigmático del filme, lo ideal sería hablar de la escenografía… pero este tema se aleja del asunto que nos ocupa. La razón por la que creo interesante hacer referencia a Dogville es que Lars von Trier, en su entrevista, denosta los avances de la tecnología con un marcado desprecio – quizá justificable –, y lamenta que hoy en día cualquiera sea capaz de producir una película. A lo “fílmico”, en su sentido artístico y digno de apreciación, ya no cualquiera atiende. Y podríamos pensar que ocurre un fenómeno semejante en el campo de la fotografía.
En uno de sus textos, Michel Frizot afirma que, con el alumbramiento de la fotografía a color (tal cual), en la segunda mitad del siglo XX, nació también una dicotomía entre los aficionados y los verdaderos artistas. A partir de esta coyuntura histórica, cualquiera pudo ya congelar momentos de la realidad con cámaras operables incluso por niños, mientras que la producción de fotografías en blanco y negro se fue poco a poco reservando a los verdaderos connoisseurs…
Por su parte, Baudelaire había experimentado un susto comprensible. Había reaccionado como lo haría cualquier amante de las artes consagradas de su tiempo ante el surgimiento de una técnica tendiente (según una lectura muy temprana y apresurada) a cambiar el orden establecido. Frente un panorama semejante, se justifican el pasmo, la sudoración excesiva, la negación y la pataleta. El texto de Baudelaire fue simplemente la reacción impulsiva, rabiosa y apresurada (repito) de un alma sensible. La muerte del arte como él lo comprendía hubiera sido una hecatombe peor que la desaparición de lo poco que quedaba de “divino en el espíritu francés” (según sus propias palabras). Baudelaire no pecó de iconoclasta (en un sentido casi estricto), ni de retrógrada, ni de mentiroso. El pecado de Baudelaire radicó exclusivamente en haber muerto demasiado pronto para entender que la fotografía vendría a engrosar los rubros que constituyen el todo del arte, sin poder jamás sustituir, bajo ningún concepto, a la pintura.
La reflexión es, pues, la siguiente: ¿acaso son las facilidades que la tecnología presenta para que cualquier aficionado saque un largometraje o tome fotografías relevantes, elementos que ayudan a anular el mérito artístico de los verdaderos maestros, de los auténticos creadores de portentos minuciosos? Me parece que, importantemente, el caso es el contrario… y creo que serán precisamente estas facilidades las generadoras del fenómeno que, en diversos campos, termine por poner bajo el reflector aquello que sea digno de una franca admiración.
Cualquiera puede, hoy, agarrar una cámara. Cualquiera puede, de igual forma, seguir manuales en Internet para hacer un cortometraje. Cualquiera sigue pudiendo, también, agarrar un pincel, y hacer sobre un lienzo una pintura al óleo. Pero… ¿puede cualquiera – recurriendo a estas técnicas – producir obras que generen sensaciones?
¿Qué pasaría si Lars von Trier y Baudelaire se encontraran hoy en un café? Posiblemente el danés peroraría sobre la profanación del cine por ventajosos sujetos que accedieron a medios facilitadores, ante un poeta francés azorado por tener ante sí a un creador que, desde su óptica, nunca debió haber sido considerado como tal.