“Yo he engañado a los pájaros, pero Parrasios me ha engañado a mí”.
Zeuxis, s. V a.C.
Le comió la nariz una tortuga. Fue algo horrible. Verán: él se zambulló en esa alberca interna llena de agua cristalina, y quiso ir hasta lo más profundo para nada como una víbora de agua. Como una culebra. Así que se arrastró pegando la panza en el fondo. En algunos muros, días antes, había visto imágenes que lo habían engañado. Imágenes que habían jugado con sus pupilas, y que lo habían hecho creer que, por ejemplo – en un caso – había libros editados en Madrid por Joaquín Ibarra, encuadernados en piel de ternera, cuando en realidad no había más que pintura en muros bien preparados. Acá, en el fondo del agua sin cloro, se atrevió a abrir los ojos. Aquella tortuga – pensó aprisa – no podía más que ser otro trompe-l’oeil. Pues ahí tienen que al final el quelonio era tan real como la sangre que había hecho ya del agua cristalina un líquido entintado de rojo.
Zeuxis logró engañar a las aves, que bajaron a picotear esas uvas que se veían tan apetecibles. En el concurso para determinar quién era el pintor más genial y talentoso de Atenas, a Parrasios toco el turno después de develar lo que había representado detrás de esa cortina. Zeuxis tuvo que conceder humildemente la superioridad de su contrincante… cuando éste dejó ver a los admirados espectadores que la cortina en sí era la pintura.
El trompe l’oeil bien hecho engaña en muchos instantes. Por ejemplo: podemos ver una pintura y, aún sabiendo que es una pintura que nos está haciendo creer que el niño que vive en ella está por salir del marco pero que por ningún motivo logrará estar con nosotros, nos sentimos agobiados por entender cómo se ha logrado el efecto. También podemos sentir una confusión de perspectivas y de dimensiones.

En lo arquitectónico podemos confundir la profundidad, para luego comprobar que hemos sido engañados y que aquella galería es menos profunda de lo que nos pareció en una primera apreciación.

En lo decorativo podemos nunca salir de la mentira: una puerta falsa, unas cortinas de piedra, un portón a medio abrir que nunca se cerrará porque ha sido el realidad esculpido así; unas columnas dóricas, una ventana por la que nunca entrará el aire…
El trampantojo fue olvidado durante siglos en Europa. En América, quizá porque todo nos llega tarde (o nos llegaba) por aquello de que los barcos navegan despacito, maravilló a la gente desde finales del siglo XVIII. Quizás antes, para los viajados. Pero la realidad es que engañar a los sentidos ha siempre sido ocupación de gente creativa, ingeniosa, y sobre todo talentosa: Giotto y Massolino; Antonello da Messina con sus ilusiones en pintura sacra; luego Van Eyck, Memling y Van der Weyden; JacopoBrabani con sus naturalezas muertas… todos ellos fueron maestros en el arte del trampantojo, tan lleno de sentido del humor y tan pretencioso como técnica que quiere burlarse del que observa.

Acá puse trampantojo (de trampa ante el ojo, dicen los académicos). Lo tenía que hacer. Así ha decidido la academia traducir lo que sería más afortunado describir como “trampa-al-ojo” (los gringos, que adoran los neologismos, seguramente estarían de acuerdo conmigo). A mí trampantojo (juro no volver a usar la expresión) me parece una palabra muy desafortunada para un efecto tan genial. Pasa lo mismo – sentido inverso – con la palabra francesa para referirse a aquel bicho inmortal que tiene antenas y que en castellano denominamos cucaracha: cafard me parece una palabra no solamente sonora, sino incluso muy elegante.
Pero el tema que nos ocupa no es la ilusión que genera la sonoridad de una palabra, sino la que provoca una técnica pictórica o arquitectónica concreta. La capacidad de engañar. Y bueno, es que al final es lo mismo: engañar a los sentidos nunca dejará de ser un proyecto atractivo.
Pero ya lo dijo el prestigiado político. Y es que “una cosa es una, y otra muy distinta es otra”. Hoy, en el llamado mundo del arte, es quizá más que al ojo al que engañamos. Habrá que cuestionarse a estas alturas si lo que engañamos no es en realidad nuestra sensibilidad y nuestro buen gusto. Habrá que preguntárselo solamente, por supuesto… para después seguirnos engañando, conforme damos permiso de que se nos engañe.
