“The hand tha trocks the cradle
is the hand that rules the world”.
Poema de William Ross Wallace
Débil. Vulnerable. Manipulable. Cursi. Relamido. Frívolo. Incapaz. Así es el hombre al que desprecia Goya. Así es el estereotipo importado de Francia. Así es el pelele al que debe aspirar convertirse el noble sofisticado de la Corte española.
El petimetre español, a quien el genio de Fuende todos detesta, es un pisaverde risible. Un intolerable debilucho. Se trata de un ser – no se puede decir que de un hombre, a menos que se busque despertar la ira goyesca – afeminado y vano, preocupado solamente por su aspecto (afectado hasta el extremo) e interesado exclusivamente en ver pasar el día imbuido en ocupaciones descartables. El ocioso perfecto. Para Goya, con este estereotipo venido de aquel lado de los Pirineos, el hombre cabal de fuerza férrea, el prototipo del español que encuentra su nahual en un toro de lidia (el “majo autóctono”, como le llamaría Robert Hughes), se hace a un lado para dar espacio al mono de trapo al que una mano sutil puede a sus anchas zangolotear.
Es con esta pintura de la última década del siglo XVIII que Goya señala criticonamente una degeneración que le perturba. Tampoco nos preocupemos creyendo que eran pocas las cosas que a este señor perturbaban. El hombre de la Finca del Sordo era un individuo de pocas pulgas, tendiente a dejarse consumir por la ira y a desgastarse en solitarias rabietas. No por nada terminaría sus días invadido de una amargura irremontable. Pero eso es otro tema. Acá, con El pelele, todavía es muy pronto para pinturas negras. Hay alegría en la imagen, aunque el cielo esté nublado y la mujer del fondo tenga cara de hechicera y disfrute macabramente con un jugueteo inocente. Ya se vislumbra un poco el futuro, eso sí. Se deja ver ya, entre los trazos amables, el colorido de los atuendos y el verdor difuminado del trasfondo, un pintor en cuya alma irremediablemente hará su nido el aborrecimiento por el género humano.
A esas alturas del partido, ya para Francisco de Goya todo ha comenzado a nublarse de forma horrenda: mientras los señoritos de la Corte se acicalan y se empolvan las narices, la reina manipula al monarca para imponer en el Imperio Hispano las decisiones de un hombre fuerte pero de sigilo gatuno.
Goya es un crítico de la realidad social, pero al mismo tiempo, dada la frivolización de la Corte y el entorpecimiento de los tomadores de decisiones, es un crítico voraz de la realidad política, permeada de vanidad.
En El Pelele podemos ver todo. Percibimos ahí una alegoría de un statu quotraspasable a nuestros tiempos, pero al tiempo vemosun retrato preclaro de los acontecimientos de laépoca. Fernando VII es un mono de trapo, a merced de los delicados movimientos de muñeca de quienefectivamente ejerce un poder contundente.
Pero no nos agobiemos. En lo que a nosotros toca, y si tratamos de dejar atrás los problemas hispanos de ese brinco de siglo que fue caótico para aquel imperio, podemos apreciar esta pintura con algo más de candidez.Seamoscapaces de entender la evolución de cosas, y resignémonos alegremente a la realidad que vamos viviendo. Veamos en El pelele la alegría del juego, la frivolidad de la influencia Rococó y la elegancia de los atuendos bien bordados del cambio de cifras en España. Concentrémonos en que todo es unaanimación absurda que no podemos controlar, y que si somos víctimas de una mano más fuerte que nos arroja de acá para allá, es mejor disfrutar de las marometas que nos toca hacer en el aire.
Y aunque Goya se enoje, aunque aviente todos sus pinceles y destruya sus propios lienzos, aunque camine sobre los recuerdos de la Corte como el Coloso habría de hacerlo sobre los Pirineos para aniquilar al invasor, reconozcamos que el hombre puede o no ser débil. El hombre puede ser afectado o percudido, majo autóctono o pisaverde calamitoso, hombre de acción o frívolo soñador. Eso es irrelevante para efectos de la realidad. El poder está en otro lado. Con el hombre fuerte y decidido, así como con el pelele de trapo, es la sutileza femenina que, con sigilo, hace con el mundo como con la cuna que arrulla al niño, y zangolotea el destino de hasta el más bragado.
Pero… ¡atención! Léase esto con cautela y entre líneas, pues el mensaje es uno solo y no el que de sopetón se impone: no es la fuerza bruta y evidente –ya no hablamos acá de seccionamientos genéricos trasnochados, puesno viene al caso removernos en discusiones superadas –, sino que es la sutileza la que transforma al mundo. En la pintura, como en otros ámbitos, el trazo generoso ablanda al que observa. Y es más fácil clavar un cuchillo en un bloque de mantequilla puesto al sol que en un muro de concreto de inamovible verticalidad.