Para Alejandro y Enrique
“Llamo a mi esposa: Gala, Galuchka, Gradiva (porque ha sido mi Gradiva); Oliva (por el óvalo de su rostro y el color de su piel); Oliveta, diminutivo catalán de oliva (aceituna); y sus delirantes derivados: Oliueta, Oriueta, Buribeta, Buriueteta, Suliueta, Solibubuleta, Oliburibuleta, Ciueta, Liueta. También la llamo Lionette, porque ruge, cuando se enoja, como el león de la Metro-Goldwyn-Mayer; Ardilla, Tapir, Pequeño Negus (porque se parece a un animado animalito selvático); Abeja (porque descubre y me trae todas las esencias que se convierten en la miel de mi pensamiento en la atareada colmena de mi cerebro)…”

Se la llevaron a dejar, aquella vez. Fue Paul Éluard. ¿Sería que ya no la quería? Sólo ellos sabrán. El caso es que a partir de esa visita que hizo con ese grupo de surrealistas a las costas catalanas, Gala nunca se separaría de él.
Dalí había sido siempre un hombre muy distinto de los demás (¿era un hombre?). Y sin duda para Gala demostró ser un tipo muy diferente a cualquier otro que hubiera conocido antes. Ya para ese entonces usaba su particular bigotito, ese que después sería su trademark, si se quiere. Pero era tímido. Era inseguro. Más frente a una mujer que encarnaba, a su modo de ver las cosas, a la mujer perfecta, a la que había estado esperando. ¿Cómo hacerse de ella y arrancársela a su amigo? Éluard era el principal interesado, vamos. El gran alcahuete que se había adelantado a los hechos enseñándole al pintor fotos de su mujer desnuda, y ponderando a aquél sin tregua en las pláticas que sostenía con ésta.
Todo lo demás sucedió en Cadaquès, lugar al que Éluard, René Magritte, Camille Goemans y otros más habían ido a visitar al gran artista ampurdanés. Hicieron cosas rarísimas, como emplear largas horas en hablar de la importancia de la dimensión y de la simetría de los cuernos de los rinocerontes, o en tratar de determinar la inversa proporcionalidad simétrica entre el cráneo de un elefante de las dehesas de Tanzania y la longitud sobredimensionada de las patas traseras de una jirafa cameleopardal de tendencias cósmicas y pretensiones extraterrenales. No dudaría que se haya encontrado la relación exacta, matemática, que guarda el diámetro del ojo izquierdo de una langosta recién pescada (pero aún viva) y la directriz que marca la silueta del espectro originado religiosamente por el entierro del cadáver del niño escondido en un Ángelus de Millet. Seguramente estarían contentos. Puede ser que se hayan bañado con ropa en las frías aguas del Mediterráneo y que hayan ido a cazar moscas en los campos donde las frutas ya han madurado y esos exquisitos seres revolotean alegre y elegantemente. Creo y sostengo que bebieron, rieron (Dalí de forma histérica), y robaron alguna bicicleta. Luego regresaron a París. Los mismos, menos una mujer… que por lo pronto en espíritu ya se había mudado a la bahía de Port Lligat
Luego vendrían las bodas. Dos de ellas: una por el rito católico, la primera, y la otra (la imaginada) que tenía que llevarse a cabo muchos años después, según el rito copto. Eso decía él, vaya. Así lo habría querido, en cualquier caso: era tal su enamoramiento, tan grandes su obnubilación y su fijación por la mujer traída de tierra adentro, que jamás se habría sentido satisfecho con la insuficiencia de una sola ceremonia.
Y tuvo entonces su comienzo, de contingencia forzada, el relato de una inspiración ininterrumpida: entre los sueños vívidos del eufórico, la localización exacta dentro del espacio, el ruido de las olas contra las piedras, el revoloteo de las moscas, el andar de las hormigas y la figura luminosa de su mujer, Salvador Dalí pudo convertirse en el artista más prolífico del Surrealismo, corriente a la que había ingresado por invitación de Buñuel y Breton; corriente de la cual había sido expulsado (para carcajada suya), por el último de estos. Tras enterarse del ostracismo condenatorio, según le revelara después en público a Soler Serrano, fundaría el “Hiperrealismo metafísico”, para que no cupiera duda de quién era el genio, de quién era brillante, y de quién podía formar su propio grupo: un auténtico grupo surrealista de un solo integrante.
Pintó a Gala muchas veces. No existieron para él demasiados paisajes oníricos en los que no apareciera ella de alguna forma. Se lo había hecho sentir a Buñuel (quien desde el epílogo de aquel funesto verano lo comenzó a ver como un hombre trastornado y trasfigurado por su nueva obsesión), y lo confesaría sin tapujos en sus memorias, admitiendo haber demostrado poco interés en seguir con el guión de “L’âge d’or”, tan absorto que se encontraba alimentando su propia locura. Pintó a Gala como Madonna, en la Virgen de Port Lligat; la pintó como Leda, acariciando a un cisne; trasmutada en esferas también la retrató, y utilizando la perfecta figura del cuerno de rinoceronte para proporcionarla adecuadamente… y luego esperando, contemplándose en una profundidad que resulta agotadora, siempre, todas las veces, irremediablemente: Gala reproducida y vuelta a reproducir por un espejo que la reproduce nuevamente, luego de haberla reproducido el anterior espejo que era el encargado de reproducir la imagen que arrojaba el anterior a fin de seguir reproduciendo esa imagen de una cara eternamente enigmática durante una enigmática eternidad.

Elena Ivanovna Diakonova había nacido en Rusia en 1894. Habló siempre francés con un acento notablemente extranjero. ¿Aprendería jamás a hablar catalán? Castellano parece que sí. Haría cualquier cosa por estar al lado de su genio particular; de aquel que se perfumara con estiércol de cabra y se manchara las axilas con sangre para conquistarla. Ese loco obsesivo que iría al extremo de regalarle el castillo de Púbol para que fuera una marquesa medieval que le vedara la entrada. Ese castillo que a partir de 1982 se convertiría en su tumba.
Afortunadamente Gala murió, y ya no pudo inspirar a nadie más. Gala fue la musa sine qua non de un loco autoproclamado genio. ¿O la musa de un genio autoproclamado loco? ¿Qué sería primero, su demencia o su genialidad? ¿Qué sería origen de lo otro? ¿Podría haber Dalí enloquecido sin Gala? Él afirmaba que sí, pues de no haber sido por ella hubiera caído presa del desvarío de forma segura. Pero: ¿podría haber Dalí existido sin Gala? Esto no lo sabremos nunca. Y al final, dada la relevancia del hubiera para efectos prácticos, un carajo es lo que importa.
