Amigos queridos:
Se reestrenó la obra “Más pequeños que el Guggenheim” de Alejandro Ricaño, en la sala Xavier Villaurrutia del Centro Cultural del Bosque.
A mi gusto, una obra refrescante, llena de humor y reflexión, pese a sí misma. Es la historia de cuatro “fracasados” que buscan rescatarse a través del teatro. Los personajes no buscan ser aspiracionales, de hecho son patéticos; pero están tan bien delineados que se vuelven adorables. La historia es sencilla; sin embargo es contada con gran maestría.
Tanto las actuaciones como la dirección son magistrales, para mí, el mayor logro de la puesta en escena radica en que me hicieron sentir parte del juego, me volví cómplice desde el primer minuto. No eran actores trabajando, eran amigos pasándosela realmente bien sobre el escenario.
Éste tipo de integración y proyección es poco común, tal vez les suene exagerado; pero requiere de magia, o como se dice en el argot teatral “duende.” He visto mejores historias, directores, actores, producciones y no se logran, por algo no cuajan: no llega el duende. De esas obras en donde todo estuvo bien, sólo bien. En esta, por el contrario, salí con el alma ensanchada, con una sensación de alegría y gusto por la vida.
Me encanta que no tiene moraleja, no busca aleccionarte, ni hacerte reflexionar; pero no pude evitarlo. Me confronto con ese miedo profundo a la insignificancia, el miedo a llegar a cierta edad y que tu vida no sea ni remotamente lo que pensabas. ¿Lo que pensaba en función de quién o de qué? De lo que es “normal” no sé si quiero más, no sé si quiero menos; pero sí sé que quiero diferente. Quiero una vida que aunque parezca ordinaria o incluso fracasada, esté llena de brillo. No por la vida misma, sino por los significados que le pueda dar a cada instante, por la intensidad con que la viva, por las lecciones que rescate.
Hoy (escribo esta columna el martes 20 de marzo) recibimos una buena sacudida por parte de la Madre Tierra, hoy recibimos un guiño de la muerte, hoy me siento agradecida. Creo que este tipo de llamados nos invitan a meter el freno de mano en nuestra loca carrera por la vida y hacer un alto en el camino para preguntarnos: Si hoy fuera el último día… ¿Haría lo mismo que hasta ahora? ¿Qué cambiaría? ¿A quién llamaría para ofrecerle una disculpa?, ¿A quién para decirle que lo amo?
Por mi parte, me he prometido vivir cada día como si fuera el último. No sé cuánto me dure el empeño, sé que en algún momento caeré en la rutina, en la prisa. Espero que la muerte me regale otra sacudida que me despierte del letargo y así de sacudida en sacudida recobrar la capacidad de sorprenderme ante el milagro de la vida, de mi vida.
Les mando un largo y apretado abrazo,
Caludia