-La película es más importante que nosotros mismos.- Dice que le dijo. -Si te vas te mato de un balazo, y luego me pego un tiro yo. Y lo pensaba hacer.- dijo a la cámara con toda la seriedad del mundo.
Se conocían prácticamente de toda la vida. En aquellos tiempos el uno ya sabía que quería hacer películas. El otro estaba seguro de que quería actuar en ellas. La vida los convertiría en enemigos íntimos.
Klaus Kinski siempre estuvo loco. Werner Herzog parecía un hombre funcional en perfecto control de todo. Sin embargo es bien sabido que para discutir y pelear se necesitan dos partícipes. Y es de sobra conocido que para emprender una guerra de locos un solo loco es demasiado poco ejército.
Estudió muchas carreras: literatura, historia, teatro… No acabó ninguna. Afortunadamente fue más diligente con sus películas. Al menos acabó las que a mí me han parecido fundamentales para entender algunas de las cosas que he querido entender del mundo del cine. Ese mundo tan complejo, tan lleno de ofertas e historias contadas – bien o mal –, de imposturas y vaciladas, pero también de Fitzcarraldos, de Lopes, de Cobras Verdes, de Nosferatus y de Woyzecks. Tan lleno de Klaus Kinskis. Tan hecho por Werner Herzog. Tan enigmático y excéntrico. Tan despreciable y adorable. Tan par de locos irredentos…
En 1999 Herzog filma un documental que da cuenta de su longeva relación con su actor predilecto. En él, el cineasta alemán narra no sólo las peripecias por las que tuvo que pasar siempre para filmar al lado de Kinski, sino que al mismo tiempo va relatando una compleja historia de amor y odio. Poseedor de un agudo humor negro, Herzog platica sus vivencias al lado de Kinski recordando comportamientos maniacos de su amigo con risas y sonrisas de las que uno puede esbozar solamente a toro pasado. Pero algo curioso va sucediendo mientras avanzan las cosas: la locura de Kinski, tan evidente siempre, empieza a verse acompañada también del escondido rostro de Herzog, que resulta no ser necesariamente el de un hombre demasiado equilibrado…
Kinski es la constante en muchas de las más relevantes películas de Werner Herzog. Kinski y su desenfreno. Kinski y su carácter irascible. Kinski y su rabieta perpetua. Un actor poco versátil, podríamos pensar, ese Klaus Kinski: un día es Lope de Aguirre, un conquistador enloquecido que se atreve a escribirle una carta a Felipe II avisándole que se independiza del Imperio más poderoso del mundo; otro día es Woyzeck, un impotente soldado polaco, ignorante y solitario, que estriba entre una cuestionable cordura y un indudable desquicio mental mientras la vida se burla de él y su mujer le dibuja en la testa los cuernos del alce; luego es la reencarnación de un loco que vivió en el Perú, un obseso de la ópera que no tenía otra finalidad en la vida que construir en el medio de la selva la más grande casa de conciertos que se hubiera visto jamás; y se convierte luego en el temido ladrón Cobra Verde, asesino y pendenciero, esclavista despiadado, psicópata autodestructivo.
Herzog piensa; Kinski se enoja. Herzog arma historias; Kinski actúa en ellas. Herzog da indicaciones; Kinski le pega un porrazo en la cabeza. Herzog interrumpe las escenas; Kinski insulta a un miembro del staff porque le quiere obligar a comer de un menú que no le gusta. Herzog explica cómo hace malabares para sacar a flote producciones imposibles; Kinski amenaza con irse al carajo. Se aman pero se odian. Se odian profundamente, pero se necesitan irremisiblemente. A Kinski no hay nadie que lo aguante. Herzog no existe si Kinski no le da alma a las historias que arma en el aire. El resultado: películas grandilocuentes, majestuosas, impensadas, conmovedoras. Muy Kinski. Muy Herzog.
Cuando vemos a Kinski pelar unos ojos azules del tamaño de lagunas antes de explotar de ira; cuando entramos en los enigmáticos universos de Herzog y nos sentimos parte de mundos reinterpretados y revestidos de una verosimilitud digna de ser anhelada; cuando navegamos en una balsa que se hunde por momentos, invadida por changos amazónicos que brincan y gritan como niños salvajes; cuando olemos el amargo aroma de la carne que se pudre de humedad bajo corazas oxidadas; cuando nos duele una mano que no nos ha sido cortada en un ingenio azucarero del Brasil; cuando nos exacerbamos sensorialmente al escuchar un aria de Strauss entre palmeras y sin que las punzadas de los mosquitos nos molesten ni el sudor que nos recorre el lomo nos incomode; cuando pensamos que es buena idea fabricar hielo o explotar el caucho para después construir la casa de música más fastuosa de la selva… es entonces cuando viene el momento de alabar el genio que surge de la locura… es el momento de reírnos de nosotros mismos y de ese flujo social que nos obliga a catalogar con peyorativos adjetivos todo aquello que nos hace cuestionar nuestra propia natural y aburrida existencia. Y es entonces el momento de reflexionar con el oscuro cuentista de Boston antes de seguir permitiendo que la corriente nos lleve río abajo:
“La ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia”.