“Byrdes of on kynde and color flok and flye allwayes together.”
William Turner, 1545.
Rescatables historias que hacen coincidir a gente de sensibilidad nunca han escaseado en el panorama del arte universal. Es más: si nos acotamos tan sólo al siglo veinte, bien podríamos encontrar un buen manojo de historias en las que han surgido amistades – y en algunos casos situaciones transgresoras de los límites convencionales de la amistad – tan poderosas como tortuosas e, incluso a veces, tan enriquecedoras como destructivas.

Salvador Dalí conoció a Federico García Lorca y a Luis Buñuel en la Residencia de Estudiantes de Madrid. De sobra es sabida la importancia que desde entonces, muy temprano en su carrera, cobrarían para el catalán el psicoanálisis, como escuela para la comprensión de lo metafísico, y el surrealismo, como corriente estética. Puede ser que ambos universos hayan sido imbuidos en su acervo por el propio Buñuel; aunque hay quien afirma que ya Dalí conocía desde antes la obra de Sigmund Freud, y que su Surrealismo era anterior al Surrealismo de Breton.
Pronto Buñuel y Dalí se pondrían a hacer películas juntos: primero Le Chien Andalou y luego L’Âge d’or. La historia que se desarrollaría entre Dalí y García Lorca sería una muy distinta: ésta sería una de pasiones; una de alegrías intensas y sufrimientos profundos; una de conexión espiritual… una historia que ha querido interpretarse a toro pasado de diversas formas y que, en su unicidad, ha probado ser una historia llanamente inclasificable.
La historia que ligó a partir de 1945 a Lucien Freud y a Francis Bacon es una historia de admiración recíproca, de respeto, de cariño y enriquecimiento sensible mutuo, implacable. Fue Gracias a Graham Sutherland que los dos genios británicos se conocieron en una casa de campo. Desde entonces, como alguna vez manifestó el nieto del psicoanalista, ambos creadores se verían muy a menudo.
Parece que fue primero Bacon pintor y Freud modelo. ¿Le correría la cortesía el joven al viejo? ¿O impondría su voluntarioso carácter aquél sobre la paleta de éste? El caso es que Freud volvió al estudio del artista irlandés algunos días después de haber posado, sólo para descubrir que su retrato había sido objeto de una curiosa metamorfosis. No dice que le haya disgustado; solamente mostró azoro ante la capacidad del maestro para lograr una expresividad tan ajena a la realidad sensible a la vista, pero a la vez tan verdadera, dolorosa y transgresora.

Luego a Freud le tocó pintar. La primera vez fue en el año de 1952. Retrató a un hombre serio, de mirada absorta en pensamientos quizás obscuros, o tal vez simplemente demasiado nimios como para merecer solución. ¿Quién conocerá el verdadero significado del gesto? ¿Quién podrá decodificar con precisión estos auténticos retratos psicológicos? A ciencia cierta, sólo el irlandés (aunque seguramente pasados algunos minutos ya no se acordaba de lo que había estado pensando en el preciso instante). Y algo de idea tendría también Freud, encargado como estaba de retratar el estado anímico del sujeto; encargado de crear personas con la pintura, o de afirmar a cada pincelada que la pintura es, literalmente, la persona.

La obra de 1956 quedó inconclusa. Parece que Bacon se cansó de posar (a juzgar por su gesto, que nos dice que no tenía muchas ganas de prolongar la experiencia de sentarse para ser retratado). La de 1952, la bien terminada y detallada, desapareció producto de un robo. Al final resultan ser tan efímeros los momentos de comunión entre dos almas como la presencia de las cosas que registran las vivencias en un mundo que se acaba.

Conversaciones de a pincel; intercambios de impresiones sin palabras; epístolas no sujetas a absorción de entendimientos de terceros; la huella de una historia metafísica en el físico palpable de un retrato consumible. Por más que se historie, nunca sabremos de los alcances de la amistad que unió a Freud y a Bacon. Aunque se haga empeño en interpretar las cartas, siempre ignoraremos la real razón que ató a Lorca con Dalí. A fuerza de que se pretendan emitir juicios contundentes, jamás entenderemos las razones que hicieron que Dalí se enemistara con Buñuel. Lo reconfortante es sentir que podemos revivir momentos en los que un hombre mayor de cara extraña posa para un talentoso muchacho emigrado, y le entrega así de a poco toda la esencia de su atormentado espíritu, en un gesto de desprendimiento tan impalpable como explícito.
