Imágenes del deterioro

“Je n’ai pas peur de la mort; quelques fois j’en ai même envie”.

Hippolyte de Garrigues

 

Esta se lee al revés.  De derecha a izquierda.  Su realidad se lee al revés, quiero decir; su idealidad, naturalmente, como Cranach nos la presentó.  Me refiero a la pintura.  La lectura natural es la que todos deseamos; la lectura inversa es la que se nos impone cuando descubrimos cómo funcionan las cosas en el mundo.

La idea del agua rejuvenecedora ha acompañado a los pueblos crecidos en la tradición judeocristiana desde hace siglos.  En la capacidad curativa de cierto tipo de aguas muchos han querido creer.  La idea de un lugar en el que uno pueda acceder a la recuperación de las fuerzas de la lozanía ha sido compartida por muchos.  Pasar del deterioro inevitable a la impecable juventud ha sido sueño acariciado por muchos soñadores.

Marco Polo contó historias increíbles de lugares asiáticos donde la gente rejuvenecía nomás con mojarse; Juan Ponce de León se fue a buscar una fuente en la que se sumergiría para contrarrestar el paso del tiempo, y no encontró más que pantanos llenos de caimanes y mosquitos.  Hoy, quinientos años después, científicos creen en que la enfermedad de la vejez se puede curar.  ¿Nos dejaremos de aferrar algún día a esta existencia de la que tanto nos quejamos?  No parecemos querer aceptar que de atrás para adelante las vidas rara vez avanzan.

 

Lucas Cranach, el viejo. La fuente de la juventud
Lucas Cranach, el viejo. La fuente de la juventud

 

Ahora veremos el resumen de una existencia.  Se nos muestra la vida en una imagen sucinta e incluso reduccionista, ¿no?   Sin embargo no lo es.  Porque aunque no nos guste, la pintura esta no es más que un retrato muy certero de la realidad.  La obra de Hans Baldung es un retrato exhaustivo de la vida de cualquier mujer (o de cualquier hombre, que para el caso da lo mismo) sobre la que el tiempo avance sin piedad.  En menos de lo que uno se entera, la carpeta de la vida ha quedado cerrada, y nuestro paso por el mundo resumido al fulgor momentáneo de una luciérnaga en medio de la noche eterna.  Uno pestañea y ya es uno una calavera.  Una horrenda calavera que ya ni siquiera respira, como es propio y natural en la mayoría de las calaveras de las que se ha tenido noticia.  Lo efímero del tiempo, la limitación del mismo, es una idea que acá tiene su representación en el reloj que sostiene la Muerte de ojos hondos; la lechuza simboliza el pecado, y Cristo la única redención posible, que aparece en lo alto de la obra en la forma de una pequeña cruz que resplandece.  La vida es fugaz.  Pero si tenemos fe y nos portamos bien puede ser eterna, nos dice el artista.  Plantearnos los piensos y las ilusiones en una vida metafísica, desde tiempos inmemoriales, ha constituido el consuelo del hombre ante el escalofriante panorama del deterioro y de la muerte.

 

Hans Baldung.  Las tres edades de la mujer y la muerte
Hans Baldung. Las tres edades de la mujer y la muerte

 

En el espejo se pueden ver muchas cosas.  Normalmente, un espejo debería reflejar con fidelidad lo que se sitúa frente a él.  Pero la realidad, a veces, es otra.  Es decir: la realidad puede ser muchas.  La vanidad puede tergiversar la imagen real.  La esperanza puede generar otra idea.  La negación ante el avance del tiempo y el deterioro del propio pellejo puede también dar como resultado un reflejo ilusorio que no corresponda con la imagen que los demás perciben de quien se peina ante un cristal que ha sido cubierto por detrás con pintura de plata.  El pintor barroco nos hace pensar en nuestra caducidad al presentarnos esta vieja ridícula que se niega a aceptar que las arrugas le surcan ahora la cara; esta mujer decadente que se escota grotescamente, pensándose todavía capaz de seducir; que se adorna con plumas toda llena de una patética coquetería; que se hace aderezar por criadas que no logran reprimir muecas burlescas; que quiere tapar el sol con un dedo bien arrugado.

 

Bernardo Strozzi.  La vieja coqueta
Bernardo Strozzi. La vieja coqueta

 

A sus tres años, nos cuenta Günter Grass, el niño Oskar Matzerath se dio cuenta de una serie de aberraciones, vio lo mal que lo pasaban los adultos, y tomó una decisión irrevocable: no crecería más.  En lo sucesivo, pasaría sus días golpeando un pequeño tambor, y reventando los cristales con las vibraciones de su voz, mientras Alemania entraba en guerra y el mundo en el que él pasaba su infancia indefinida se caía a pedazos (bueno: hizo otras cosas, y la novela es mucho más interesante, pero para nuestros efectos esta información basta y sobra).

 

El personaje de Grass no es sólo una fantástica creación.  El niño Matzerath es muchas cosas.  Entre ellas, me atrevo a decir, un alter ego prematuro de todos nosotros.

 

Los niños suelen esperar con ilusión el momento en el que serán grandes, inconscientes de lo benditos que son de no tener que preocuparse más que por tener a mano una pelota para aventar y un árbol para escalar.  Llegado un punto, cuando han dejado de ser niños, han superado la adolescencia y la juventud, y han comenzado a encanecer y a arrugarse, se dan cuenta de que el deterioro es imparable y entonces constatan que, ellos también, están siendo víctimas de un fenómeno que nunca creyeron que a ellos les afectaría, pues estaba limitado a los demás: han comenzado a envejecer.  Es en ese momento de su desarrollo que el ser humano se asusta, y empieza a tomar en serio la idea de que él también, como muchos antes que él, envejecerá y morirá (si es que llega a envejecer, porque muchos, ya sabemos, se brincan el proceso).  Oskar, el niño, fue más preclaro: si todos lo fuéramos a los tres años, también consideraríamos una necedad crecer y haríamos lo que estuviera en nuestras manos – que sería muy poco – para evitar toda costa hacernos viejos.

Pasa un año más y nos ponemos contentos porque tenemos expectativas.  El que escribió el Diccionario del Diablo, el amargado de Bierce, se burlaría sin clemencia de nosotros (“the future is that period of time in which our affairs prosper, our friends are true and our happiness is assured”).  Muy poco podría esperarse de nosotros en tanto que románticas creaturas si no pretendiéramos sentir al menos algo de ilusión ante un futuro que siempre es, por más que nos creamos arquitectos de nuestro destino, incierto.  Y en el fondo, o quizá ni siquiera tan en el fondo, cada año que pasa ponemos la felicidad en el cajón del futuro, y nos resistimos  a sentir, como esa vieja ridícula que se trata de convencer frente al espejo de que sigue envuelta en una piel fresca y apetecible (y que ilusoriamente, a la vez, trata de convencer de lo mismo al propio espejo), que el tiempo apergamina, que los años no pasan en vano, y que estamos muriendo, a nuestro pesar, segundo a segundo.

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