Allá lejos. ¿Qué tanto es lejos? Lejos, lejos. Tan lejos que no se entera uno. Más allá de la última ola (¿cuál es la última?). Al fondo de donde cae la cortina gris. Allá donde se extingue la línea horizontal. No. Demasiado abrumador pensarlo. Allá nunca se llega. El monje reflexiona sobre el destino aquel, inasequible, inalcanzable, inexistente, incluso. Lejos de verdad. “Este mar es tan inmenso que la otra orilla seguramente no existe”, piensa, y se estremece. Se ve a sí mismo parado en la arena. Ve las conchas minúsculas y los granos insignificantes. Se ve a sí mismo, abstrayéndose a la imagen… y constata que él también es minúsculo e insignificante.

El viajero toma un instante de respiro al llegar a la cima de la montaña que creía tan alta. Se siente triunfante, hasta arriba del todo. Yergue el lomo y enfoca la vista hacia el horizonte. Nota que hay muchas otras montañas igual o más altas, y que son muchísimas, y que forman un paisaje interminable, y que allá, al fondo, continúa la inmensidad por siempre. Y es en ese instante que se da cuenta de su irrelevancia. Justo en el momento en que creía que se sentiría dominador de una totalidad, se comprueba un irrelevante bicho a la merced de la divinidad.

Los tres personajes que a través de blancos acantilados contemplan un mar inacabable asumen distintas posturas ante lo eterno. El viejo, por su parte, toma una actitud representativa de la dimensión del hombre. Ante lo eterno, lo divino, lo indescifrable, ¿qué puede uno hacer sino postrarse y quitarse el sombrero?

Alguien, entorno a la mesa, reflexiona sobre si la vida en verdad es tan corta. “Hay muchos que han vivido un siglo; en un siglo pasan muchas cosas”. Alguien más está de acuerdo, pero abona que en realidad cien años pueden ser mucho, o poco; que el tiempo es relativo. Todos asienten. Reflexionan en conjunto sobre lo joven de la humanidad, y todo lo que ha sucedido en el mundo antes, antes, mucho antes de la presencia del hombre. En realidad, el hombre es un recién llegado. El mundo, prácticamente, siempre ha estado ahí. Uno de los presentes se abstrae y recuerda su niñez. Le ofreceían premiarle con la eternidad si se portaba bien. Vincula en este instante ambas cosas. La eternidad es Dios. Dios es horizontes insondables. Dios es lo inmenso. Y entonces, como el monje del mar ante la idea de lo inextinguible, siente miedo. Miedo y atracción. ¿Vivir por siempre? ¿No morir nunca? ¿Ser inmenso, también, como un mar de bruma? ¿Eso es consuelo? Se aterra y despacha la idea recurrente para evitar caer en la angustia.
El monje que clava pies desnudos en la playa que ya se ha enfriado cuando el sol la ha abandonado piensa en su vocación. Voltea al horizonte donde va a esconderse el astro que en tantas culturas ha sido dios omnipotente y omnipresente. Ha escogido, él, apostar por la idea de lo eterno. De lo que no tiene fin concebible. Como ese mar que de un momento al otro podría ponerse en calma. Se encuentra a sí mismo presa del vértigo. Aquello que le han planteado como un premio de atractivo insuperable, aquella divinidad que inspira tanta reverencia, es también una fuente de terror indescriptible. ¿Puede ser atractiva la existencia feliz en la eternidad? ¿Es deseable que la vida, al igual que ese océano, sea interminable? Se estremece más por el espanto de la idea que por el frío que empieza a calarle en los huesos.
Friedrich aceptó su irrelevancia bien pronto. Fue por eso que se mantuvo en Dresde, dibujando y pintando, hasta que murió. Antes había estado en Copenhague y en la isla de Rugen, lugares en los que su experiencia le sirvió para comprender que comprender del todo era imposible, y que por lo tanto había que venerar respetuosamente la inmensidad. Dibujó y pintó entonces, con gran maestría. Es Friedrich amo de la perfección. Es dibujante que reproduce la realidad, pero tan sólo eso para quien no quiere tratar de ir a ver hasta donde la vista alcanza para luego seguir el trayecto con la idea hasta el estremecimiento y la angustia. Friedrich transmite sentimientos. Friedrich nos comparte sus ideas sobre la manifestación de lo divino en la naturaleza. El monje y el viajero, y la tríada de paseantes campestres que en distintas actitudes observan lo inasequible a través de un paisaje escarpado, no hacen más que servir de ejemplos del deseo del ser humano por fundirse con lo majestuoso. Los personajes irrelevantes de Friedrich son él mismo: seres minúsculos que toman consciencia de su falta de importancia, y en gestos de profundo respeto y de religiosa veneración, al comprender su pequeñez, no pueden aspirar más que a fundirse con aquello tan glorioso que les abruma. Lo inmenso e insondable también atrae vertiginosamente, causando muchísimo temor y sentimientos de desesperación. Lo indescifrable perturba.
El misterio. El misterio y el vértigo. Miedo y atracción. Terror y fascinación. Sentimientos polares, que en la obra de Friedrich, ese obseso de lo infinito, conviven en un mismo instante generando reacciones angustiantes. Los personajes de Friedrich – él mismo – dan la espalda al espectador y contemplan de frente lo inacabable, cuando deberían dar la espalda a algo que de tan atractivo puede causar tanto espanto.
El artista, maravillado, contempla desde su ubicación descartable la magnificencia del mundo infinito. Eso tiene que ser Dios. La divinidad. Víctima consciente de la majestuosidad, como Girtin, como Turner y como Altdorfer, Friedrich, el romántico, el entusiasta de lo imaginario, de lo misterioso, de lo fantástico, contempla lo inconmensurable quitándose el sombrero con mano que tiembla. La naturaleza, abrumadora, tiene que ser divina. Dios, el inasequible, el infinito, el eterno, es algo aterradoramente atractivo.