A Alexandra González Marín, a quien tanto le gustan los toros.
“Para ver una buena faena, hijo, tienes que ir a todas las corridas”.
El conde-duque de Ojocaliente
“Arte es lo que a mí me gusta”
Anton Chejov
Lisboa, finales de agosto de 2015.- Lisboa me lleva a ella todo el tiempo. Cada que camino por sus calles y respiro su aire nostálgico, me doy cuenta de que no quiero estar en ningún otro lado. Cuando por las mañanas corro, me encuentro con dificultades: tantas subidas y bajadas son impracticables para un fumador. Y si el fumador además quiere ver los edificios, admirar los azulejos, atender a las mujeres que se gritan de balcón a balcón, la tarea se hace difícil. Entonces camino. Camino y camino. Caminando fue como fui a dar al museo del Chiado, enclavado en una zona emblemática de la ciudad (¿sobra decir que abro un paréntesis si vengo de abrirlo? A la gente le gusta dar recomendaciones. O preguntar si uno ha visto cosas que ellos han visto. Recurrencia: ¿te tomaste una foto al lado de Pessoa, al lado de la plaza de Camoes? Respuesta, también recurrente: por supuesto que no). El museo del Chiado es un edificio precioso. El Chiado es precioso. Odio la palabra precioso. Pero adoro Lisboa.
Quiero hablar de algo más. Pienso que hay muchas cosas muy tristes en este mundo. Muchísimas. Casi todas, dirían Ciorán y Schopenhauer. Una de ellas es no sentir nada.
Hay gente que no siente porque no quiere. Hay otros que no sienten porque están enfermos y su sistema nervioso no funciona bien. Hay algunos que no sienten porque nada les hace vibrar.
Una de las finalidades nodales del arte es provocar en los contempladores experiencias dionisíacas. El arte debe mover. Ya sea que estremezca por su belleza, como un cuadro de Rubens; que espante por su brutalidad, como un tríptico del Bosco; que provoque arcadas de asco por su abyección, como una lata de mierda de Piero Manzoni; que conmueva con su dolor, como un autorretrato de Schiele; que embargue de tristeza por su desconsuelo, como un asesinato involuntario perpetrado por un padre en un lienzo de Ilya Repin; o que angustie por su infinitud, como un paisaje de Kasper Friedrich. Cuando nada de esto sucede – y esto es algo que ya se ha dicho hasta la saciedad – el arte no ha sido arte. La obra del artista no ha sido consumada. La experiencia dionisíaca no se ha podido verificar, y el esfuerzo del creador ha sido inútil.


El Museo del Chiado presenta por estas fechas su Narrativa de una colección, en la que a través de una serie de cuartos de un viejo edificio céntrico, habilitado en el año de 1911 en lo que fuera originalmente el convento de San Francisco de la Ciudad, exhibe obras de distintos artistas portugueses (muchos de ellos muy afamados, otros muy talentosos, algunos, sin embargo, visiblemente inocuos) en un recorrido lleno de una luz tan blanca como la que enceguecía a los personajes de un libro de José Saramago. Hice un paseo muy riguroso según las indicaciones de las flechitas. Nada me hizo detenerme demasiado tiempo. No sentí nunca calor. En ningún momento me conmoví. Nada me causó asco, ni desespero, ni alegría, ni emoción. Tampoco miedo. La misma crisis de insensibilidad pudo haberme abrazado en cualquier otro museo del mundo. Sólo que la experiencia la viví en este lugar. Sería hipócrita hablar de una historia en otro lado.

Una cosa sí sentí: una gran luminosidad. Sólo al entrar al edificio. Pero el que después no pudiera acordarme de nada – quizá tan sólo vagamente de una reinterpretación del recurrido tema del rapto de Europa, y una serie de pinturas borroneadas que no me transmitieron más que la idea de que al autor le hubieran venido bien unas clases de dibujo -, hizo que la luminosidad del edificio se fuera poco a poco apagando como con un dimmer.

Cuando las luces del arte no alumbran, el desencanto se apodera de todos los cuartos. Cuando lo que se hace llamar arte no hace sentir nada a un paseante solitario, la reflexión debe centrarse sobre la incapacidad subjetiva de apreciar una manifestación artística (si uno no entiende nada, como es mi caso a menudo, esto es perfectamente irrelevante; cuando alguien es muy exigente y no se siente satisfecho con lo que observa, el asunto es también muy personal; cuando alguien ha visto demasiado y ya nada le asombra, lo que debe uno de analizar es el dolor que esa persona debe sentir por haber perdido la infantil, valiosa capacidad de azoro). Pero cuando la creación artística no genera emociones en nadie, el arte de un tiempo corre el riesgo de convertirse en elemento constitutivo de una epidemia de sensibilidades cauterizadas. Y cuando el tedio abruma es mejor la muerte.
A menudo me pregunto si yo tengo muerto el sistema nervioso. A veces me digo que no entiendo nada. Pero luego reflexiono si no comparto esta ausencia de sentimientos con alguien más. Y luego recuerdo a mi padre: habrá que ver más corridas.
Twitter: @Diegodeybarra