La aristocracia entre los muros

“Noi fummo i Gattopardi, i Leoni; quelli che ci sostituiranno saranno gli sciacalletti, le iene; e tutti quanti Gattopardi, sciacalli e pecore continueremo a crederci il sale della terra”.

El príncipe de Salina en El gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa

Yo nunca había ido a Santander. Me imaginaba una ciudad elegantiosa, de viejos y arbolados paseos bordeando el mar por los que hombres viejos de corbata se paseaban apoyándose en bastones. Una ciudad de palacios decimonónicos y buenos trazos. Había oído decir que se trataba de una ciudad balnearia. Una ciudad de verano que había gustado en el siglo diecinueve a los reyes y a los nobles.

Llegué un jueves de mañana y llovía con esa lluvia que tan frecuente es en ciertos lugares de Europa. Una lluvia que en México conocemos como “mojapendejos”. Llegué con unas pantuflas de hotel, porque las alpargatas que me había comprado se me habían arruinado con otra lluviecita semejante el día anterior, en la casa francesa en la que había pasado la noche. Estaba destinado a presentar Entremuros, la exposición itinerante del fotógrafo cántabro Bernardo Aja. No podía hacerlo en esas fachas. Así que me fui a comprar unos zapatos que estuvieran acorde con una ciudad de cierta dignidad.

La exposición se montó en el Palacete del Embarcadero. Más que palacete, aquello parece un quiosco muy esmerado y completamente cubierto. Un espacio cerrado de diámetro poco ambicioso, aunque muy graciosamente erguido casi sobre el margen del agua, dando a ese mar tan frío. Alrededor de diez fotografías de gran formato –y dos de un formato menor– recubrían las paredes del espacio. Fotografías en blanco y negro representando personajes que normalmente no vemos por las calles, ni en las películas más difundidas, ni en la televisión ni en los medios. Las fotografías representaban seres viviendo en espacios que nos remiten a otro tiempo.

El duque del Gran Recuerdo. Palacio de La Gloria, Cantabria.
El duque del Gran Recuerdo. Palacio de La Gloria, Cantabria.

Yo a Bernardo Aja lo conocí en la Ciudad de México, en una exposición que monté en una casa de la colonia Roma que estaba por ser derruida. Presentaba yo el trabajo de Chucho Reyes. Obra colorida de un pintor mediocre. Un individuo muy colorido en su vestir se paseaba viendo la sobras. Pensando que se trataba de un coleccionista que podría quizá comprarme algo, averigüé quién era. La encargada de las relaciones públicas me dijo que se llamaba Benjamín Aja y que era fotógrafo.

Fui a saludarlo y me corrigió en dos puntos: “Me llamo Bernardo”, me dijo, “y soy retratista”. Y eso me gustó.

Porque Bernardo, en tanto que artista, no se presentó como fotógrafo: eso hubiera desmerecido un poco frente a su interesante trabajo – que yo empezaría a conocer, y muy bien, algunos días después -. Tampoco se presentó como artista, algo que hubiera sido de gran pretensión y me hubiera resultado jactancioso.

Algunas semanas después, ya habiéndonos hecho amigos, Bernardo me invitó a su departamento de la colonia Roma, de donde sustraje un libro pequeñito con una colección de retratos de Nadar. Ahí vi por primera vez al gordo mulato de Dumas, al viejo Víctor Hugo, a Téophile Gautier con su pelo grimoso, a Balzac en su pobreza de camisa reusada, a Sarah Bernhardt con su dignidad y a Baudelaire con su triste mirada. Y no me extrañó que Bernardo hubiese tenido en su biblioteca – porque luego ya no lo recuperó – un libro que recopilaba almas. Un libro repleto de retratos no de caras ni de figuras, sino de ánimas, de identidades, de melancolías y de nostalgias.

La familia de los condes de Salsipuedes. Lima, Perú.
La familia de los condes de Salsipuedes. Lima, Perú.

Bernardo Aja retrata el espíritu de un mundo decadente, anclado en la memoria del pasado, en la gloria de los ancestros; el Antiguo Régimen – l’Ancien Régime, diría Funck-Brentano -, la vieja guardia o, como se diría en México, “la gente conocida” (hablar de aristocracia mexicana sería inadecuado etimológicamente, pues hoy todo es muy chabacano, y sería chocante por las implicaciones histórica del término, aunque no por ello carezca de capacidad descriptiva).

En México se trata de las viejas familias novohispanas y porfirianas que en el año de 1910 (de tan triste memoria) perdieron la guerra, y desde entonces se refugian en sus salas de candiles heredados, en sus comedores con trinchadores de marquetería, en sus cuartos desde cuyos muros les observan los antepasados retratados por Estrada y por Bustos, en esas casas de las viejas colonias – o del centro de las viejas ciudades imperiales, en los mejores de los casos – que todavía conservan algo de un abigarrado esplendor.

La familia del barón de Fado Alegre. Lisboa, Portugal.
La familia del barón de Fado Alegre. Lisboa, Portugal.

Sin pertenecer a él, Bernardo Aja se adentra en este universo tan hermético para desentrañarlo y mostrárnoslo. Bernardo Aja, que es un retratista, como no cesa de insistir en dejar claro, es capaz de extraer lo más íntimo del espíritu de sus personajes en cada uno de sus poderosos retratos. No estamos viendo imágenes tomadas en el siglo diecinueve, sino hace algunos meses. Pero, al mismo tiempo, en las caras y en los vestidos, en los espacios y en los adornos, el espíritu de un pasado sigue queriendo imponerse.

Bernardo Aja se constituye en retratista de almas. De almas nostálgicas, casi tristes y derrotadas, que se empeñan en vivir en un mundo que para los de afuera ya no existe, pero que para los de adentro debe – ¡debe! – seguir imponiéndose como real. Bernardo Aja es, pues, ese retratista de almas que se resisten al cambio, y que encuentran su existencia y su confirmación en la nostalgia.

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