Un teórico argentino llamado Casullo. Una compilación de cátedras dadas a finales de los noventa. La definición de modernidad. Lo último como una particular condición de la historia. El recuerdo de lo mismo como un modo de la historia. La realidad: la ausencia histórica de una reflexión al respecto con seriedad crítica.
La vinculación con lo religioso. La sociedad cuestionándose. El tambalearse de una comunidad que presenta cuestionamientos intelectuales al status quo. El desbalance de cosas. La confusión del individuo que contempla un mundo que no comprende.
El mundo como representación que nos hacemos del mismo. El mundo, pues, como cualquier cosa que pueda ser y que será distinto para diferentes individuos de distintas épocas, de diversas condiciones, de numerosas capacidades de percibir lo que es realidad y sin embargo es tan difícil de definir objetivamente. Imposible incluso, tal vez. Sería demasiado fácil de otra forma. Demasiado evidente. Habríamos comprendido y sería entonces buen momento para justificar un suicidio criticable por Camus.
La influencia schoppenhaueriana. La influencia de Nietzsche. La muerte de Dios como premisa básica para confundirse. Sin estructura clara, el mundo como lo veníamos comprendiendo se desmorona.
¿Y qué tiene que ver la religiosidad y la existencia de Dios (o su inexistencia) con la modernidad? Todo. La modernidad cultural se genera, para Schoppenhauer, para Casullo y también para Nietzsche, a partir de que cae la representación que nos habíamos hecho de un mundo heredado. Lo teológico deja de regir y hay que reinventar paradigmas. No es tarea fácil.
Pero releer a Casullo, a Nietzsche y a Schoppenhauer en ejercicio de pretensiones hermenéuticas tiene sus riesgos. Lo religioso respondía a cuestionamientos elementales. De pronto los cuestionamientos se ven desprovistos de respuestas. El riesgo es asustarse. El miedo cunde cuando no se entiende nada. Sin Dios, las preguntas elementales de la trascendencia del hombre son despojadas de respuestas tranquilizadoras.
Pero podemos ser menos pesimistas y cuestionar el cuestionamiento planteado para darle vuelta a las cosas y querer encontrar la esperanza de aquel lado de la mole gris de cemento colado: ¿en efecto se ha resquebrajado el viejo orden? ¿O será que simplemente el hombre moderno voltea la espalda a lo religioso en un valeroso afán por presentar un nuevo estado de cosas que quizá resulte más satisfactorio (o que fracase y abra las puertas al desespero)? A pesar de innovaciones tecnológicas, de brillantes imposiciones intelectuales, a veces sospecho que la pregunta indispensable sigue encontrando como respuesta un silencio atronador.
¿Habrá consuelo? ¿Existe aún salvación a la depresión ante la nada ineludible? Hay otras opciones: nos podemos embrutecer y voltear la cara cada que nos asalten estas preguntas (ya lo recomendaba sabiamente algún pragmático filósofo francés) o podemos morirnos de la risa, que también es útil cuando se pretende evitar que surja el llanto.
Otra más: la estética. Según Casullo. Según Nietzsche (“el mundo es soportable únicamente como fenómeno estético”). ¿El mundo como fenómeno estético, resulta apaciguador o tan sólo distrae de cuestionamientos agotadores? No nos desconcertemos: ¿no ha sido siempre la estética y su historia el vehículo que le ha servido al hombre para expresar sus preocupaciones, sobre el aquí y el ahora, sobre su modernidad y trascendencia?
Vivamos pues con la esperanza puesta en la belleza del mundo como lo podemos observar (cada uno de nosotros), y entremos en un embrutecimiento cómodo que nos anestesie contra sentimientos demasiado horribles como para ser soportados por almas frívolas que merecen mejores amaneceres.
Esto es una reflexión reborujada. Por eso no tiene sentido. No encuentra soluciones. No descubre nada. No proporciona aclaraciones. Todo se mantiene en esa nebulosa. Esa nebulosa cuya existencia de difícil disipación nos permitirá seguir pensando cada que tengamos ganas de ello.