Si pudiéramos hacer un recuento de la historia de la aviación mexicana, el inicio estaría a la par (y en ciertos casos a la vanguardia) de países como Estados Unidos o Francia, pioneros indiscutibles de esta industria.
Esto implica que en los primeros 20 años del desarrollo de la aviación a nivel mundial, en México sobresalieron personajes como Juan Guillermo Villasana y Angel Lascurain y Osio, ambos desarrolladores de tecnología, mientras que muchos aviadores mexicanos, como Emilio Carranza, Juan Sarabia o los hermanos Aldazoro, medían sus alcances con sus pares de otras naciones, al estilo Clément Aider o Santos Dumont.
Pocos parecen recordar que en México se inició el correo aéreo, por ejemplo; el primer jefe de Estado que se subió a un avión fue Francisco I Madero y tuvimos el primer bombardeo aeronaval durante la Revolución Mexicana.
Más adelante, entre 1930 y 1960, nuestra aviación fue creciendo lentamente y aun cuando nos distanciamos ampliamente de las naciones desarrolladas, no deslucíamos frente al resto de América Latina, donde, en las décadas del 60 al 80 fuimos líderes con la adopción de nuevas tecnologías, la creación y fortalecimiento de instituciones como el Centro de Adiestramiento de Aviación Civil (CIAAC) o disciplinas como Medicina de Aviación, etc.
¿Qué pasó en el camino? ¿Por qué pareciera que nuestros funcionarios públicos no son capaces de comprender esta herencia y honrarla como para ser capaces de poner a nuestro país en un mejor lugar, en vez de situarnos al final de la cola del desarrollo? Dicen que quien no conoce la historia está condendo a repetirla. Por eso habria que insistir mucho en aquello que los mexicanos fuimos capaces de hacer en algún momento e incluso nos colocó en un lugar de privilegio en el mundo.
El nacimiento de la aviación
Aunque es inicerto el momento en que se ubica el nacimiento de la aviación mexicana, ya que historiadores como el maestro Villela, ya fallecido, la sitúan en 1908 en Téllez, población cercana a Pachuca, la versión oficial marca el momento en 1910 en los llanos de Balbuena, lo real es que México fue uno de los primeros países que incursionaron en esta industria.
Juan Guillermo Villasana y Angel Lascuráin y Osio desarrollaron en esa segunda década del siglo pasado motores, alas y otros aditamentos que en museos como el Smithsoniano de Washington son admirados, mientras aquí apenas hay quien lo recuerde.
En aquellos años también nació nuestra Fuerza Aérea Mexicana, con el concurso de muchos hombres que con su esfuerzo, grande o pequeño, contribuyeron a crear lo que hoy tenemos en la aviación militar.
La creación de los Talleres Nacionales de Construcciones Aeronáuticas, obra del famoso General Jesùs Amaro, a la sazón secretario de Guerra y Marina, por ejemplo, constituye una muestra de que nuestro pais se tomaba en serio esas cuestiones. De esa época también data el primer correo aéreo a nivel mundial, vocación que la aviación habría de mantener por décadas, hasta que el correo electrónico lo destronó de su sitio de campeón de la comunicación epistolar.
Los primeros pilotos mexicanos fueron enviados a adiestrarse a Estados Unidos con la idea de crear una industria que estuviera a la altura de las mejores. De ahí se derivaron las primeras escuelas del aire y la tradición de realizar vuelos de buena voluntad a lugares cada día más alejados, estableciento récords, tal como se estilaba en esa época donde descollaron personajes como Charles Lindbergh, quien visitó nuestro país y realizó pequeños vuelos en un discreto Travel Air que le fue proporcionado por sus amigos mexicanos para que llevara a su novia, Ann Morrow, hija del entonces embajador de Estados Unidos en México.
Además de los vuelos de buena voluntad y de los desarrollos tecnológicos de personajes como los ya mencionados Villasana y Lascuráin, así como Antono Sea y Juan Azcárate, también hubo algunos espontaneos dignos de incluirse en el anecdotario, como el creador del avión casero Pinocho, literalmente creado en un garage, o el desarrollo de aviones de la Marina, el llamado Tonatiuh que también contó con la participación de ingenieros del Instituto Politécnico Nacional.
Este intento más la creación de la fábrica de aviones de Pastejé, de Don Alejo Peralta, quien logró una participación de Commander para fabricar aeronaves en esa zona del Estado de México, son de esos chispazos que muestran una vocación que más bien tuvo que ser sofocada, se dice que merced a los famosos Tratados de Bucareli que le impidieron a México desarrollar industrias de bienes de capital.
Leyenda urbana o no, lo cierto es que ese inicio de campeones no se ha reflejado después en políticas públicas que apoyen un esfuerzo consistente.
Es curioso que, por ejemplo, habiendo tenido esa naciente industria aeronáutica, las semillas sembradas entre 1910 y 1930 no lograran dar fruto, ya que faltó una tierra fértil, es decir, el apoyo decisivo del Estado mexicano para crear una industria que nos colocara en las grandes ligas.
El contraste con Brasil (y conste que las comparaciones son odiosas) muestra que las políticas de Estado sí pueden ser exitosas. Habiendo nacido más tarde, la armadora brasiñeña Embraer compite hoy en día con las mejores en su tipo y le proporciona al gigante de sudamérica divisas y prestigio.
Lo que se puede lograr…todavía
Sin embargo, y aunque sea tarde para lograr una industria armadora de aviones capaz de competir, sí tenemos la posibilidad de aprovechar esta experiencia.
Una de las pocas políticas públicas que se han mantenido en los sexenios panistas (aunque no nació en ellos) es la de promover el desarrollo de proveedores de la industria aeronáutica estadounidense y europea en estados como Querétaro, Aguascalientes, Chihuahua y media docena más, donde ya es posible encontrar empresas multinacionales y a sus proveedores mexicanos, que fabircan partes cada vez más sofisticadas o –como en el caso de GEIQ- que diseñan partes importantes de turbinas de los aviones más modernos.
Y sin embargo, todo esto es muy poco en comparación con lo que podría hacerse si existiera una política de Estado seria para el sector aéreo. Por ejemplo, podríamos tener aerolíneas fuertes, capaces de unirse con las grandes líneas de América Latina, tipo TAM o LAN para crear megatransportadoras que compitan en los grandes mercados.
De igual manera, aprovecharíamos una mejor manera nuestra red de aeropuertos, dándoles una mejor vocación, donde florezcan actividades relacionadas con la aviación, como talleres de mantenimiento, bases de adiestramiento, o clusters más amplios y especializados de proveedores de la industria armadora y centros de investigación y desarrollo de tecnología.
Para ello y para no repetir esa parte de la historia, necesitamos un apoyo decidido del Estado. Una visión de largo plazo que nos permita aprovechar el potencial humano que, como hemos visto, tenemos en abundancia y de alta calidad.
Como todo sexenio que languidece, este período administrativo ya no tiene tiempo de establecer políticas que permitan un salto cualitativo en el terreno de la aviación comercial ni militar.
Pero tal vez se podría –si hubiera voluntad política- hacer un pequeño esfuerzo para conjuntar un grupo multidisciplinario y de amplio carácter –donde participen desde las aerolíneas privadas hasta los gremios y asociaciones profesionales, o la academia, para perfilar las grandes líneas estratégicas de una política para los siguientes 50 años.
Si en 100 años de aviación se pueden contar logros de este tipo, lo menos que podríamos esperar de un esfuerzo conjunto sería que renováramos los propósitos y nos pusiéramos al día. ¿O es mucho pedir?