“He cried in a whisper at someimage, at some visión, – he criedouttwice, a crythatwas no more tan a breath: ‘The horror! The horror!’”
Joseph Conrad, TheHeart of Darkness
“Los sueños son la actividad estética más antigua”
Jorge Luis Borges (en su conferencia denominada “La pesadilla”, recogida en el libro Siete Noches)
Está sentado ahí (quién sabe dónde), escrutándonos con una tranquilidad que nos perturba. Es dueño de unos ojos amarillos de una profundidad maléfica. No está tenso, y la manera en que recarga la cabeza en la mano siniestra (ambas acepciones son bienvenidas aquí) nos hace sentir más miedo todavía. Se llama Lucifer, pero hay quienes le llaman Mefisto,Cafú, Satanás o simplemente lo recuerdan – muchas veces sin conciencia plena – como el Demonio, aquél que en sueños es capaz de inspirarles los más temibles sentires.

Todos los personajes que consolidan el espanto se acomodan en perfecta combinación compositiva en esa pintura de Füssli. La mujer que duerme dentro de un cuerpo abandonado, cuando merece una ulterior observación, nos permite ver todo el inerte temor que siente quien está siendo visitado por los demonios de la noche: uno de ellos se le posa encima y le mira en contorsionado gesto y con todo el daño pendiente por hacer; la yegua de la noche, por su parte, está también ahí, apunto de bufar, iluminando el cuarto con esos ojos que resultan intolerables cuando se les ve asomar a través de las finas telas de la noche. La mujer sufre, pero no puede despertar. Quizá sabe que vive temporalmente dentro de una historia que es menos verdadera que lo que le espera cuando logre ser dueña de sí. Pero es precisamente en la incapacidad de recobrar el conocimiento – y la conciencia de ello – que radica uno de los grandes horrores de lo que nosotros hemos denominado pesadilla.

En El corazón de las tinieblas (obra a la que podría aplicársele aquella frase que Borges usó para describir la Divina Comedia, aquella “… [pesadilla] de la literatura, que posiblemente [fue] [verdadera] también”), el capitán Kurtzexhaló su último suspiro luego de abrir grandes los ojos presa del pánico y de recordar una vivencia que nunca supimos si fue tan terrible sólo para él o para todos los que tampoco conocimos. El horror. El espanto. El desasosiego. El desconsuelo. La desesperación más absoluta e indecible. He ahí la peor de las pesadillas: la que vivimos con temblores y sudores, con llanto y temor horrendo, sólo para despertar (aunque sea momentáneamente, como Kurtz, en un tránsito hacia la calma) y comprobar que todo fue verdad.
El hombre que – como dijo un sabio amigo suyo – “movía la cabeza como un muñeco”, se presentó ante su público porteño una tarde en la que ya no veía más que sombras, y les habló de la pesadilla. Para él, el término castellano era desafortunado. Prefería – para efectos de sonoridad y retumbar anímico – el italiano incubo (equivalente al latino, incubus) y – mucho mejor aún – el inglés “nightmare”: la yegua que galopa en la noche, arrancándonos la paz. Fue en esa ocasión que les contó su historia. Dotado con ojos internos que se alumbraban siempre más conforme los que miraban hacia fuera lo hacían cada vez con menor brillo, Borges era capaz de recordar con detalle hasta el más horrendo de sus sueños. Siempre los ordenaba para contarlos, dijo esa noche a su público, pues todos hacemos lo mismo: los sueños no nos vienen en un esquema que cronológicamente nos sea asequible. Esa vez se trataba de un sueño dentro de un sueño, A los pies de su cama se había parado un rey escandinavo acompañado de su can. Lo describió. Era un rey noruego muy antiguo (cosa que sabía porque “su cara era imposible ahora”). Aunque el rey no lo miraba, sino que fijabasu mirada ciega en el cielorraso, él experimentó miedo ante su presencia. Quizá fue cuando se percató de que la reacción del público había sido muy distinta a la suya propia que concluyó: “Referido, mi sueño es nada; soñado, fue terrible.”
Así pues, a ese hombre le produjo escalofríos una tremenda pesadilla que jamás podría estremecer de igual forma a nadie más. No podría ser de otra forma. Era un miedo que no compartiría con nadie, nunca. Y sin embargo, como dijo a sus escuchas, esa pesadilla fue la que le pareció “la más terrible”.

Heinrich Füssli quiso pintarla cuando plasmó en un lienzo una alegoría de lo que le aterraba; Borges quiso explicarla, y a pesar de su inigualable capacidad analítica no pudo desentrañar para la gente que lo escuchaba el horror que en él había reinado al vivir la peor de todas; Conrad relató, en una historia llena de neblina, un episodio pesadillesco como el que más, de un personaje suyo tan atormentado como lo merecía la historia. Al final, es tan sólo una cosa la que prevalece como cierta: por más que tratemos de ser elocuentes para compartir con los demás un malestar del alma tan atroz como el que se experimenta cuando se vive una pesadilla, nunca lograremos transmitir con exactitud el horror vivido únicamente por nosotros mismos. La pesadilla es, siempre, tan terrible como inefable.