En algún momento de inicios del siglo XX, llegó a Veracruz una señora que se llamaba Johnson. La habían mandado traer de Inglaterra unos mexicanos ricos para que fuera la institutriz de sus hijos. La señora se arrancó llorando al llegar: Veracruz le había parecido impresentable. “Quédese unos meses, Mrs. Johnson”, le dijo la señora que la había contratado, “y si no le gusta se regresa”. Yo conocí a un viejo que había sido uno de esos niños que la señora Johnson había venido a instruir. Me contó decenas de veces la historia. “Nunca volvió a Inglaterra”, me decía, “se murió en México a los noventa años”.
Entiendo que Patrick Deville acaba de sacar un libro que se llama Viva y que recuerda las vidas de una serie de artistas e intelectuales extranjeros que encontraron en México inspiración para trabajar. Fue en México que desarrollaron proyectos Tina Modotti, Antonin Artaud y André Breton. Fue en México que Malcolm Lowry se inspiró para escribir Under the Volcano. Fue México el lugar en el que Trotski se instaló para luego ser asesinado con un piolet.

Elena Poniatowska nos contó en uno de sus libros cómo fue que Leonora Carrington, convencida por Renato Leduc, vino a dar a México. En Leonora aprendemos que a la pintora le pasó algo similar a lo que le sucedió a Mrs. Johnson: fue golpeada por un desencanto inicial que terminó por convertirse en un insuperable sentimiento de adoración.
Estas anécdotas pueden no parar. Si le buscamos, siempre encontraremos quién nos relate la historia de un extranjero que vino a México y se enamoró. Y oír este tipo de cosas nos llena de orgullo.
Pero, ¿es verdad que México tiene algún tipo de magia que atrae a los extranjeros? Y, si esto es cierto, ¿en qué consiste dicha magia?
Jannis Kounellis estuvo en México a principios de año para montar en Aguascalientes un proyecto al que llamó Relámpagos sobre México. Llevaba veinte años sin hacer algo en el país. En una entrevista dijo que el proyecto era un tributo a México. Que México era inspirador. Que México era maravilloso. Que su profunda diversidad era extremadamente atractiva y que sus características habían venido fascinando a los foráneos desde tiempos de los pintores viajeros.

Oímos a Kounellis hablar y nos volvemos a regodear. Y pensamos que tenemos la gran fortuna, el enorme privilegio, de vivir en donde tantos europeos – así lo imaginamos – darían un brazo por estar. Estas anécdotas, estas experiencias, los recuerdos de estas vidas que fugaz o largamente se relacionaron con México, nos llenan de orgullo patriotero. Y nuestro chauvinismo se exacerba.
Pero de la entrevista que se le hizo a Kounellis cuando presentó su proyecto hay algo más interesante para rescatar que un halago repetido que nos sosiega y nos acaricia en el sentido del pelo. Algo dijo sobre pensar que finalmente hemos abandonado nuestro egoísmo nacional. Sobre pensar que el otro tiene razón. El concepto de la otredad es lo que quizá valga la pena recuperar de esa reflexión. El concepto de la alteridad como objeto de atracción.
Pensaba yo concluir esta columna de forma contundente, con una gazmoña, parcial y miope idea: México ha venido fascinando a los extranjeros porque significa “lo otro”. Afortunadamente, antes de que esto sucediera me llamó un querido amigo editor. Interrumpí mi escritura. Supongo que él quería hablar de otra cosa, pero yo desvié la conversación: ¿por qué México fascinó a Rugendas? ¿Por qué maravilló a Breton? ¿Por qué volvió loca a Tina Modotti? ¿Por qué ha inspirado ahora, recientemente, a Jannis Kounellis?
Su respuesta fue asombrosamente perspicaz. Tan así me lo pareció que he decidido apropiármela: México es atractivo precisamente porque no representa una alteridad perfecta.
México es un híbrido de Occidente. Híbrido extrañísimo. Lo otro total, para un europeo, podría ser el desierto del Gobi. Pero México no es lo otro total. México es Occidente sin verdaderamente serlo. En México los europeos ven algo ajeno, pero con elementos que les son conocidos. O ven algo que les parece familiar, y que no obstante tiene una serie de características que les resultan completamente alucinantes.
¿Será que es aquí donde radica su encanto? Tal vez. Lo que hay que preguntarse es si, también, es en esto que radica su tragedia.