Las estatuas invisibles

“Je suis le poinçonneur des Lilas

[Le gars qu’on croise et qu’on regarde pas […]”

Serge Gainsbourg

 

Si ya de por sí hay quien afirma que el trabajo es de suyo deleznable (Hannah Arendt distinguiría trabajo de acción y de obra, pero no vamos a entrar en esas honduras),  entristece enormemente darse cuenta que hay, dentro de este universo, una serie de actividades remunerativas – sería imposible concebirlas si no existiera una contraprestación pecuniaria a su desempeño – particularmente sombrías.

Tony Duvert escribió un libro que se llama Les petit metiers[1], en el que describe a personajes con dedicaciones insólitas.  A mí se me había ocurrido escribir algo al respecto, aunque sin tener que hurgar demasiado en la imaginación, por lo mismo de mi pereza mental ya crónica.  El mío sería un compendio – no necesariamente exhaustivo – de trabajos abominables.  En él habría varias secciones, pero por ahora sólo hablaré de tres para que nadie me robe la idea del todo.  Digamos que una estaría dedicada a los trabajos inmundos (como por ejemplo el que desempeña quien debe destapar los drenajes públicos), otra a los trabajos escalofriantes (ahí analizaría la labor del buzo de pozos petroleros) y en otra, en la que quizá sea la más triste de todas, la más solitaria de todas, hablaría de los trabajadores del tedio.

En esta última y triste sección metería a los cobradores de los peajes de las carreteras, a los ascensoristas (ya prácticamente extintos) y, claro está, a las estatuas invisibles.

Ascensorista
Ascensorista

Las estatuas invisibles son personajes que viven en las sombras.  Seres que ven pasar poca o mucha gente dependiendo de los días, dependiendo de las horas y dependiendo de la calidad de la institución en la que trabajen.  Las estatuas invisibles tienen su lugar de trabajo en los rincones de los museos.

Yo no les he llamado así con desprecio.  Faltaría más.  Lo he hecho porque no he encontrado mejor título, hoy, para esta columna.  También, debo decirlo, porque me sirve para efectos de lo que quiero contar.  Ultimadamente, vaya, sí que el apelativo es justo, y no porque los señores guardias  (y las señores guardias, vaya… ¿cómo saldría Vicente Fox de este problema lingüístico?) lo merezcan: sino porque estatuas invisibles son para la gente que visita los museos.  Estas personas son el “poinçonneur des Lilas” de Gainsbourg: aquel que uno se cruza y que no ve.

Trabajador del metro en París, años cincuenta
Trabajador del metro en París, años cincuenta

Ayer visité un museo madrileño.  Más que hacer mi recorrido para volver a mirar piezas harto reproducidas, lo hice para observar las reacciones de los guardias cuando los saludaba.  Debo decir que todos se extrañaban.  No tienen la costumbre de que los visitantes los noten.  Unos respingaban y balbuceaban un saludo torpe, faltos de hábito; otros sólo tartamudeaban; otros más apenas pelaban los ojos, auténticamente extrañados.

Pero luego de dos horas de ir de sala en sala saludando a gente desconocida en un ejercicio sociológico como sólo puede ejecutar aquel que no tiene nada mejor qué hacer,

(débil es la caridad humana, que se solidariza con el prójimo sólo a nivel epidérmico), entré a la última sala para no decir nada y pararme yo también en un rincón.

Algunos minutos después y ya empezando a sentir ganas de que la vida se acabara, atorado en esa sala en la que no aparecía ni Dios, finalmente entró otro visitante, uno más normal que yo, y temerariamente se acercó demasiado a un cuadro. Un ser considerado inexistente surgió de la oscuridad para, con enérgicos ademanes, regañarlo por pasarse – literalmente – de la raya.   El visitante normal se hundió en su vergüenza.  El guardia volvió a su soledad.  Yo me fui a la calle.

Las estatuas invisibles conforman el gremio laboral más representativo de las profundidades que puede alcanzar la aburrición del hombre. Conforman también, aprendí después,  el grupo de trabajadores con la mayor predisposición al suicidio. Curiosamente, vale la pena notarlo, las estatuas invisibles son tan inexistentes para la sociedad que este dato ni siquiera aparece en los índices publicados.  Pero bueno.  Ya lo dijo Serrat, aunque de otra forma quizás: al final del día, de algo hay que morir.

Estatuas invisibles
Estatuas invisibles

[1] Los pequeños trabajos.

0 0 votos
Calificación del artículo
Subscribir
Notificar a
guest
0 Comentarios
Comentarios en línea
Ver todos los comentarios
0
Danos tu opinión.x