“Lo contemporáneo es lo intempestivo”
Friedrich Nietzsche
“Madame … est contemporaine de tout le monde”.
(Se decía de una señora elegante del París del siglo XIX… )
Los conceptos son paradójicos. Siempre nos confunden, cuando en realidad deberían tener como meta esclarecernos las cosas. Pero rara vez lo logran. Quizá porque casi nunca ponemos atención. O tal vez, también, porque nos aferramos a una idea preconcebida, o a una idea absorbida en un momento concreto, una noción que nos cuadró porque algo de ella entendimos y logramos aprehender, y no quisimos después escuchar nada más por miedo a confundirnos y a desvirtuar aquella comprensión de cosas que ya habíamos hecho nuestra. Por todo esto, los conceptos que creemos que se convierten en consenso entre una serie de individuos que comparten un tiempo y un espacio, muchas veces significan infinidad de cosas entre unos y otros y casi nunca – cosa curiosa – son estáticos. ¿Y esto qué produce? Pues nuestro mundo: uno de desacuerdos, de realidades encontradas, de verdades múltiples (¿verdades, de verdad?), de incomprensiones casi hasta voluntarias.
Luego viene a agravar el cuadro la otra obsesión humana, pesada y absurda pero intrínseca al hombre: no la de la conceptualización referida, sino la de la necesidad de catalogarlo todo. Todo necesitamos clasificar para efectos de estar tranquilos. ¿Por qué? Por que así funcionamos. Así, todo tiene que tener definiciones, todo tiene que entrar en categorías, todo tiene que pertenecer a rubros para que podamos vivir tranquilos, sin miedos y sin agobios. Y una vez que “algo”, sea este “algo” lo que sea, puede ser cómodamente guardado en un cajón que nosotros le asignemos, es entonces cuando nos cruzamos de brazos, nos recargamos en nuestro sillón, sonreímos, y nos relajamos.
Así pasa con el arte. Lo pretendemos tener todo perfectamente definido. Por estilos, por técnicas, por corrientes, por escuelas, por doctrinas, por formatos, por nacionalidades (¿tiene nacionalidad, el arte?), y claro: por épocas. Y aquí, en este rubro, es donde más chistosos y patéticos resultamos.
En el tema del arte, pues, la cosa se vuelve complejísima. Llega uno al punto de no entender ni coña, porque la verdad es que consenso no hay ninguno. No es lo mismo arte moderno que arte contemporáneo, pero a veces sí. No es lo mismo arte moderno que arte de la Edad Moderna, pero también puede serlo. Y peor: uno pensaría que antes de la Edad Moderna estaba la Edad Antigua, pero ese mismo uno se sorprende horriblemente cuando se entera de que existen manifestaciones artísticas de la Edad Antigua que pueden ser muy modernas, y manifestaciones artísticas de la Edad Moderna (como alguna pieza de Velázquez, por ejemplo), que pueden resultar no sólo contemporáneas a los artistas del siglo XXI, sino que pueden llegar al grado de sobrepasar todo límite clasificatorio y convertirse en piezas posmodernas. Y ahí uno ya pierde la cabeza, a uno le supera la realidad o irrealidad, le abruma la confusión, y le hace a uno tanto cruzadero de cables ponerse bien triste, al punto de obligarle a uno a rogar que mejor le faciliten una tablita donde todo se explique claramente, cronológicamente, matemáticamente: “mire usted, que la Edad Moderna va del XV al XVIII, que luego viene la Época Contemporánea, y que si quiere usted ser más preciso y entender mejor, sépase que el surgimiento de las vanguardias tuvo lugar de 1860 a 1900 – ni antes ni después – y entérese bien que el Arte Actual lo encuentra usted en un calendario que empieza el día que termina la Segunda Guerra Mundial, en 1945, por si no lo recuerda, y se prolonga en el tiempo hasta este preciso instante en que está usted aquí sentado con su cuaderno y sus hojas de aguilón trazando líneas del tiempo para tranquilizar su obcecada mente”.
“Ven. Te invito a ver una exposición de arte contemporáneo”. Y el aludido acompaña al promotor del proyecto, y ambos se unen en caravana modernísima entre pasillos torcidos de metales reclinados, caracoleantes figuras de Serra, y van luego a dar a un rincón donde una serie de televisiones de las viejitas, conectadas y reproduciendo unas cataratas, todas ellas claramente en el mismo canal, conforman un círculo cuyas pantallas voltean hacia arriba, y la pieza se llama Coliseo. Y los acompañantes se ponen la mano en la barbilla y asienten sabiendo que alguien los observa y que no pueden poner cara de qué carajos es esto porque van a decir que soy un ignorante. Y luego pasan de pieza y van a buscar una cédula como quien no quiere la cosa, porque ahora sí que estoy confundido y no sé si esto es un extinguidor que pusieron aquí porque lo requiere Protección Civil o si es otra pieza de uno de estos individuos tan creativísimos.
-¿Qué te parece el arte contemporáneo?
– Ah, no. Pues muy interesante – dice el otro, que se queda pensando que lo contemporáneo es todo aquello que él no entiende, que es bien vanguardista, avezado, locochón y, claro está, mucho muy moderno.
En nuestro afán de comprensiones ilusas, oponemos lo contemporáneo a lo anacrónico. Lo moderno a lo antiguo. Lo que está a la moda a lo que está trasnochado. Se nos olvida que Gainsborough fue contemporáneo de Reynolds; Mondrian de Brancusi; Courbet de Corot; Velázquez de Rembrandt; Pollock de Nicolas de Staël. Eso se nos olvida, pero una vez que lo recordamos decimos “ah, pos sí: se es contemporáneo en relación a algo más”. Lo que nos confundiría sería que alguien nos dijera que la fealdad de una pieza de Ghirlandaio es contemporánea; que el movimiento que tiene un barco de Turner que se mece violentamente entre unas olas espumeantes es contemporáneo; que la belleza de la Victoria de Samotracia es de una contemporaneidad innegable. Ahí sí que diríamos: “No; contemporáneo (a nosotros) es lo de ahora, nada más. Eso es de antes.”
Para Giorgio Agamben, filósofo italiano, es necesario liberarse de ataduras cronológicas para entender el concepto de contemporaneidad. Vivir en el presente solamente, nos dice, significa ser obtuso. “¿De quién y de qué somos contemporáneos?”, nos pregunta. Y nos aclara: “pertenece verdaderamente a su tiempo sólo aquel que no coincide perfectamente con él ni se adecua a sus pretensiones. Un contemporáneo es inactual. Por ese desvío y ese anacronismo es que un contemporáneo es capaz, más que el resto, de percibir y aferrar su tiempo”. Y leído lo cual, diría un abogado, uno inclina la cabeza hacia un lado, como un perro confundido, porque ahora sí que este individuo la ha liado con sus ocurrencias.
Pero la cosa no es tan rebuscada, en el fondo. Un contemporáneo no es un nostálgico que vive en la añoranza del Renacimiento, o que se viste como hacendado desterrado del Porfiriato, o que viaja todas las noches al París de los años veinte a escuchar a Cole Porter acariciar unas teclas de marfil, o que lee todas las tardes las frases que hiló un escritor que estaba en busca del tiempo perdido. Tampoco es un ser de ultratumba. Un hombre inteligentemente contemporáneo puede odiar su tiempo, pero entiende que en todo caso es incapaz de escaparle.
Así pues, ser contemporáneo es una tarea mucho más sofisticada que pertenecer a un tiempo y a un espacio, cuestión meramente accidental. El contemporáneo tiene la capacidad de vivir fuera de su tiempo, habiendo tomado consciencia de que irrevocablemente le pertenece. Un contemporáneo se escinde y toma distancia a través de un hilo de plata que le permite permanecer en conexión con su realidad, pero se aleja con sagacidad y observa todo desde fuera. Un ser que dice “yo estoy a la moda”, ya ha pasado de moda. Un individuo que crea una pieza y exclama: “acá está algo bien contemporáneo”, ha pasado ya a la historia. El verdadero contemporáneo vive en un estado cronológicamente indeterminado. Para los efectos de comprender su realidad, es capaz de poner cada instante del pasado en juego interlineal. El contemporáneo genera una relación especial entre los tiempos. El contemporáneo, por antonomasia, es indispensablemente anacrónico (no está atado al tiempo), es arcaico (está próximo al origen y en constante contacto con él). El contemporáneo, dice Agamben magistralmente, vuelve a un presente en el cual nunca jamás ha estado.