“Recuérdese que un cuadro, antes que un paisaje, una mujer desnuda o una batalla, es un conjunto de manchas de color dispuestas con cierto orden sobre una superficie”.
Maurice Denis
“Me contento con mirar en mí y no en la naturaleza…”
Carta de Paul Gauguin
Tenía un origen español e incaico que, sin serlo, parecía más remoto que el francés, y los cuentos de su madre acerca de su abuela hispano-peruana le hicieron muchas veces gritar, ya víctima de una locura en aquellos años inclasificable, que descendía de reyes quechuas y también de virreyes encopetados de una tierra rica en plata.
Parecería que todo esto carecería de importancia. Pero no es así. Paul Gauguin fue el punto – que muchas veces, si no es que todas, un hombre no es más que un “punto” – en el que culminó una larga travesía de mezclas de seres que normalmente no se hubieran conocido nunca, y este resultado de incidencias metagenealógicas – este viajero empedernido, evasor de la realidad, persecutor incansable de un futuro menos malo – parecía andar en busca de un lugar donde la inocencia todavía existiera.
Se asqueó de todo, poco a poco. Se fue asqueando hasta que el sentimiento fue insoportable. Primero sintió náuseas ante el aburguesamiento que tan bien lo vestía y que tanta paz y confort daba a su mujer. Ser banquero le aburría. Por culpa de un amigo suyo se dio cuenta de que podía crear y escapar de cuatro monótonas paredes con la ayuda de un pincel, un lienzo y un poco de imaginación. Un buen día abandonó todo de tajo. La evasión no sería ya solamente espiritual. Gauguin se fue en busca del bon sauvage de Rousseau, y se fue a un lugar que le pareciera lo suficientemente exótico a pintar con una paleta que por su temeraria riqueza inspiraría a muchos otros después. Iría a tratar de abrir las puertas de un mundo que no las tenía todavía, tras un genial acto escapista que tenía como enemigo a la sociedad civilizada que toda belleza natural destruye.

Gauguin es quejumbroso. Y el pintor que se cree sus propios lamentos trata de convencer a su corazón de que viaja en un afán sincero de sacrificio en aras de la honestidad artística. No se permite que el ruido deje de distraer, no vaya a surgir en el silencio la pregunta respecto de si sus evasiones obedecen a una búsqueda genuina o si más bien son la respuesta al hedonismo profundo que lo manda a no pensar más que en él mismo ¿Qué hay de los niños que ha dejado atrás? El pintor de gente desnuda con pareos de colores en paisajes morados y amarillentos evade también las preguntas cuando estas tienen que ver con sus obligaciones. La evasión incluye todo y no hace distingos.
En Tahití encuentra un sosiego que terminará con el hambre, pero que acabará cuando esta vuelva. Un oasis en el que se convencerá de que todo está pintado con colores incomprensibles, que significan bondad, sencillez, autenticidad y verdad. Luego habrá que volver a viajar, pues el futuro tiene como consigna escapar antes que él y siempre mantenerse un paso adelante.
Colores inverosímiles parecen constituir sus telas del fin del mundo. La descripción cromática de un mundo lejano e inaccesible que jamás visitarían los adquirentes de sus cuadros. Personajes increíbles en paraísos terrenales a los que solamente podían aspirar los salvajes (que no tenían otra opción) y los que se animaran a aventar los zapatos para convertirse en blanco de desprecio de la gente comme il faut. Sólo ellos tendrían acceso al paraíso. No los tipos comme il faut, sino los salvajes. Y él sería uno de ellos pronto. Un salvaje y un niño. Un hombre que conocería la inocencia luego de haber renunciado a ella porque el mundo así lo había dispuesto originalmente sin que él tuviera oportunidad de decidir.

El hombre en cuya mente el tormento es sepia tiene la capacidad de imaginarse el mundo de colores muy floridos. Se ha propuesto disfrazar el mundo ideal – hasta que no aparezca uno más adecuado – con aquellas tonalidades que no existen más que en su mente: no vaya a ser que la realidad venga triunfando y sea capaz de despintarlo todo.
A veces sucedía: había momentos en los que no podía más que evadirse de la evasión, y en esos instantes en que volvía a vivir el mundo que todavía no estaba en el futuro y que tenía la mala costumbre de serle insuficiente, la depresión lo hacía su víctima; y los azules oscuros, los rojos anaranjados, los amarillos brillantes y los morados y los turquesas y los blancos cristalinos y los verdes llenos de volumen se mezclaban todos en un gris sombrío y tenebroso. Era en esos episodios en que le surgían las preguntas existenciales: “¿qué diablos estoy haciendo acá? ¿de dónde venimos? ¿qué somos? ¿adónde vamos?” Pero la muerte no lo visitaba. O en todo caso él no le abriría la puerta, si llegaba de paso, mientras el futuro siguiera pendiente de ofrecer soluciones perfectas. “Tengo razones para creer que lo futuro será mejor”, le escribió una tarde a un amigo que estaba lejos. Y parece que esa máxima se convertiría en su herramienta de trabajo.

Muchas razas y muchos orígenes conviven sin saberlo en el rostro atormentado de un artista de nariz quebrada. En el espacio que ocupa un hombre de espaldas tan anchas que lo enorgullecen, pues lo hacen sentirse fuerte, a pesar de que sabe que es tan débil que es incapaz de mantenerse haciendo vasijas, grabados y pintando con la mente de un obseso de los colores que es incapaz de encontrar. Un pintor sufriente en perpetua búsqueda del lugar ideal para estar solo con sus pinceles. Como un hombre que llora sin tener una oreja que le escuche los lamentos, Gauguin deja retratos cifrados de su triste paso por la vida. El Autorretrato del Gólgota, con la referencia al Cristo amarillo, no puede sino ser un grito que pretende alcanzar la sensibilidad de los otros hombres con los que no ha querido compartir la vida, en su afán de alcanzar esa añorada soledad sin turbaciones.

Gauguin pintó con colores surgidos de su mente más que con aquello que se encontró en el paraíso terrenal al que se fue a esconder en su huida del mundo que ya lo tenía aburrido. Pintó con colores, Gauguin, que nunca existieron…. Gauguin persiguió su futuro cada momento de su vida. Persiguió la pintura ideal, que era todo menos susceptible de ser localizada, pero que el artista romántico creía que eventualmente sería capaz de producir. Perseguía su felicidad, que quizás muy en el fondo sabía que nunca encontraría. Una felicidad que, al igual que esos colores, simplemente no existía.