“Amigo, acaba de resolverte,
Sin guardar más razones,
Nada vale dilaciones
Para la hora de la muerte.”
Joaquín Bolaños, La Portentosa vida de la muerte. Zacatecas, 1792.
– ¿Me da mi calaverita?
-Por supuesto que no, niño. Fuera de aquí.
A la acompañante argentina le pareció un horror la reacción llena de amargura de quien despreció al pobre infante disfrazado de . . . algo difícil de categorizar. Parecía una calabaza anaranjada con sombrero de bruja de Zugarramurdi, aunque no creo que el escuincle hubiera querido disfrazarse de un híbrido así. Primero porque a nadie le parecería lo suficientemente tenebroso, y luego porque dudo que un chamaco que pide dinero en un rincón de Pátzcuaro sepa de la existencia de las brujas de Zugarramurdi. Tuve que explicar mi reacción, pues de pronto fui, a los ojos de la que entonces era mi novia, un hombre incluso más malo que Herodes. Y quizá lo sea, pero en ese momento era indispensable que mi querida novia Ana tuviera una justificación al menos válida para sustentar su idea de que yo era mezquino y despiadado.
Francisco de Goya. El aquelarre o El gran cabrón.
Y fue así que procedí a justificarme de una forma más o menos semejante a la siguiente:
Me horroriza y me llena de rabia la fuerza que toma cada año el tema del Halloween en detrimento del Día de Muertos. Me pone de un genio peor que el que normalmente tengo el ver venir esa infame fiesta de finales de octubre – principios de noviembre. Y esto es por muchas razones.
En México existe una tradición de muertos de orígenes sincréticos muy interesantes. En la tradición mitológica de los mexicas existía el Mictlán. En el Mictlán había nueve mundos, entre los que transitaban los muertos en su camino a algo parecido al Hades de la tradición helénica. De hecho hay muchos puntos de convergencia entre la creencia del tránsito de los muertos prehispánica hacia los submundos y la tradición griega del inframundo. En ambas culturas hay perros, por ejemplo. Y embarcaciones. No que tenga nada que ver una cosa con la otra, pero siempre me ha divertido encontrar puntos en común entre cosas que no tienen en común absolutamente nada.
Códice Tovar. Tzompantli.
Fue en la Europa medieval latina (en lo concreto la española y la francesa) y también en lugares como Alemania y Suiza (en lo concreto Lucerna) que se fraguó la tradición las Danzas de la Muerte. A finales del siglo XIV, bien sabemos, azotó a la pobre Europa la escalofriante peste bubónica. La gente vivía con la muerte rondándole todo el día y toda la noche. ¿Y qué hicieron además de llenar todo de cal y de amontonar a los apestados por allá para alejar a las moscas y a las lombrices? Pues reaccionar con buen humor, ya que no había de otra. Fue en ese momento, según varios estudiosos, que nacieron los versos de las Danzas de la Muerte.
Jakob von Wyl. Pasaje de La danza macabra de Lucerna.
Así, desde esa época y hasta el siglo XIX entrado, fueron apareciendo en las imprentas libros ilustrados en los que una alegoría de la muerte invitaba a bailar a los hombres (reyes, nobles, burgueses, religiosos y pueblo llano por igual). Los pasajes de los diversos libros se redactaban en forma de verso. ¿El mensaje central? Que todos somos iguales al momento de enfriarnos y que ni reyes ni cardenales se librarán de convertirse en polvo.
Joaquín Bolaños. Pasaje de La portentosa vida de la muerte.
José Guadalupe Posada, grabadista mexicano formado en León y en la Ciudad de México es, a decir de Guillermo Tovar de Teresa, el colofón mexicano decimonónico de estas dos tradiciones. El imaginario de calaveras de Posada abreva en el Mictlán y en la iconografía de los libros de las danzas de la muerte, aunque poco se hable de esta relación. En suma, Posada se erige como el representante popular mestizo de la muerte como personaje mexicano.
José Guadalupe Posada. Calavera.
Con todo este bagaje en mente, sabiéndonos herederos de la tradición del Mictlán, de la estética europea de las Danzas Macabras, de Posada y de Manilla, y de las tradiciones populares de los panteones, de los altares de muertos y de las calaveras literarias, ¿qué carajos andamos haciendo disfrazándonos de estúpidos y permitiendo que los niños vayan a tocar las puertas de los vecinos como si fueran habitantes de algún pueblo de Dakota? Habrá quien me diga que una cosa es el Halloween y otra el Día de Muertos, y que son festejos independientes que merecen atención por separado en México. Pero esto es mentira: hemos llegado al punto horrendo de un nuevo sincretismo, pues ya todo el mundo confunde todo a estas alturas; y sobre todo los niños, que cuando sean grandes harán de todo este desastre un arroz con mango.
El Halloween me parece impresentable. Quizá no lo sea en los pueblos de origen celta (¿podríamos incluir a los gallegos?), pero en el nuestro es terrorífico. ¿Por qué un país con una tradición tan rica, dueño de una cultura de la muerte centenaria, producto de mezclas fascinantes, permite con tanta alegría que cada año se le imponga una fiesta ajena?
Primero, porque no está prohibido, y nomás faltaba que lo estuviera, como si viviéramos en tiempos de Echeverría. Sería muy trasnochado (aunque confieso que a mí me encantaría) que existiera una patrulla anti Halloween que arrancara de las puertas de las casas las calabazas, destruyera telarañas y pisoteara sombreros picudos de brujas con excrecencias cutáneas en las narices. Sería también muy anacrónico que los comercios no pudieran vender disfraces para que los niños salieran una noche a pedir que les regalen dulces y dinero. Sería políticamente incorrecto, pero maravilloso.
En segundo lugar, todo este horror ocurre porque somos muy ignorantes. Porque somos ignorantes y en nuestra supina ignorancia nos convertimos cada año en víctimas de la mercadotecnia. Y siempre han tenido más fuerza mercadológica las compañías que comercian con las fiestas que las iniciativas de rescates culturales. En un lado hay más dinero y en otro menos. Me da un coraje espantoso, pero así es.
Mi amiga Aranza, por su parte, tiene una teoría que el año pasado (más o menos por estas mismas fechas) me externó con plena convicción: de alguna forma se generaría también, en su momento, la tradición mexicana pre-Halloween de la que yo tanto me enorgullezco; la tradición “mexicana” del día de muertos (anterior a la influencia anglosajona del asunto de los disfraces de imbéciles y lo de los niños pedigüeños hostiles y majaderos) debe tener ya mucho de todos lados: del Mictlán, de las Danzas de la Muerte, de la esperanza del regreso, y de cuanta cosa se haya podido ir asimilando a lo largo de tantos siglos.
María Izquierdo. Viernes de Dolores.
Acepto el argumento de Aranza, y sé que muy a mi pesar, en la generación de los hijos que no tendré, cada fin de octubre se festejará algo que se parecerá más a un patético carnaval de disfraces de mal gusto que a la noche de espera del volver de los ancestros hambrientos, entre veladores clavadas en la tierra y pétalos de flor de cempasúchil. Y en este orden de ideas, yo sólo puedo afirmar que este año el día de muertos ha muerto un poco más. Como todos los años. Y aunque fugazmente me consuele ver que la tradición sobrevive estoica e incólume en diversos pueblos de Michoacán, sobre todo en aquellos lugares más o menos recónditos que no han sufrido la embestida globalizadora del infecto Halloween, sé que todo cambiará. Y un día, inevitablemente, también en los panteones de Tzintzuntzan y de Angangueo, y de Tarímbaro y de Zinapécuaro, los deudos pasarán las noches en los panteones, esperando las visitas de sus antepasados, disfrazados de Dráculas y de Frankensteins, y en lugar de ofrecerles mezcal y Delicados, piloncillo para el café de la olla y salsa borracha para que se coman unas gorditas y unas tlayudas embarradas de requesón y de frijoles refritos, les esperarán con chocolates gringos que saben a azúcar industrial, con Mountain Dew, capuchinos del Starbucks y pedazos de pizza con salami.
La explicación que sobre mi enojo le di a Ana aquel día en Pátzcuaro fue más o menos en este sentido. Mucho menos elocuente, porque estaba tan enojado que tartamudeaba, pero el espíritu era básicamente el mismo. También despotriqué por el tema de la confusión de fiestas, también me enardecí contra el fortalecimiento de la celebración ajena en detrimento de la propia y también escupí sobre los disfraces. Me crispa que se muera el día de muertos, me retuerce que viva cada día más el Halloween y – quizás esto más que nada, porque soy un infeliz y estoy muy amargado – me enfurece que los niños me pidan dinero. Y ya está.
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