Para Enrique Rivero Lake, un enamorado de la inmundicia Chagalliana…
“Que los cubistas se coman sus manzanas cuadradas en sus mesas triangulares”.
Marc Chagall
Ciudad de México.- La escena se desarrolla en torno a una mesa humilde dentro de una casa principalmente construida con elementos de madera. Es invierno de 1897. En el cuarto comen papas hervidas una pareja de caras demacradas y sus nueve hijos. Hace frío afuera y el pueblo de pocas luces tenues en el que se emplaza la pobre casa se llama Vitebsk.

March Chagall nació en el seno de una familia judía tradicional en la Rusia de finales del siglo XIX. Su padre, un vendedor ambulante de pescados, taciturno y serio, lejano y hermético; su madre, hija de un carnicero, era enérgica. Enjundiosa. Así pues, desde su origen, Chagall estuvo condenado a las dicotomías. La pintura de Chagall se llenaría, conforme fuera madurando, de polaridades, comparaciones, duplicidades, bifurcaciones y complejas escenas que describen lo fantástico.
Al igual que otros pintores rusos a los que eventualmente conocería en París, Chagall tuvo que ir en contra de las imposiciones sociales, culturales y religiosas de su medio familiar para cumplir con una vocación castigada.
Los cánones más estrictos impiden a los judíos la representación de imágenes. Esta iconoclastia – en el sentido literal – podría considerarse el primer motor que impulsaría al joven Chagall a empezar a arrastrar el lápiz para crear diseños y posteriormente aventurarse a desplegar toda su creatividad sobre los lienzos.
La vida de Chagall sería larga y productiva. Nacido en 1887 y muerto 1985, Chagall tuvo tiempo para pintar retratos de sus allegados –con lo que inició su carrera–, escenas tradicionales de la vida de una familia judía, paisajes que estriban entre lo costumbrista y lo mágico, autorretratos, escenas imposibles, quizá oníricas, quizá surgidas de la imaginación alterada de un pintor incansable.
Chagall llegó a París en 1922. Ahí conoció a otros pintores judíos, transgresores de la norma, como Chaim Soutine y Amedeo Modigliani. Su vulneración de las imposiciones religiosas a la hora de pintar no se acaba con la pura representación de las imágenes: al mezclar en sus lienzos el color violeta, Chagall parece revelarse de plano contra cualquier tipo de regla impuesta por sus mayores.
Durante la segunda década del siglo veinte, Chagall pinta escenas clásicas vividas por cualquier familia judía tradicional. Esta tendencia podría ser incluso tomada como irreverente. En 1910 Chagall pintó “El Sabbat”, un óleo sobre lienzo en el que se representa a la familia, sentada en una sala. El hombre que ocupa la silla que está abajo del reloj – instrumento que parece colgar del muro para señalar la urgencia que tiene el pintor por que el tedioso día termine – puede estar rezando, meditando o durmiendo. Los demás personajes tampoco se divierten. Uno, casi recostado sobre el mantel de la mesa, podría estar perfectamente involucrado en una dimensión muy lejana a la real, y la niña del extremo izquierdo está acostada en una cama, ya sin zapatos, lista para dar por terminada la fastidiosa jornada.

En 1923 Chagall pintó a un judío rezando. Este rabino no es representado ni con mofa ni con burla. Simplemente el artista lo pinta a su manera, sentado, orando. Pero de cualquier modo, la representación es ya, de suyo, vulneradora de las normas impuestas por los personajes que, para colmo, vienen dibujados en las pinturas que son el cuerpo mismo del pecado.

Es imposible pretender analizar toda la obra de uno de los artistas más prolíficos de la historia en tan solo unas cuartillas. Como es natural, la obra de Chagall tuvo distintos periodos y fue mutando conforme los años avanzaron. Los elementos coyunturales inciden en la manera en que cualquier observador del mundo refleja sus vivencias, sus ideas y sus anhelos, y la obra de Chagall no se salva de esta máxima.
En lo técnico, Marc Chagall se desarrolla y vive en los límites de las distintas corrientes pictóricas del París de principios de siglo XX. Si Foucault lo hubiera conocido, lo habría usado como definición de su concepto de la transgresión, pues así como un rayo atraviesa la noche para de pronto alumbrar, sin por ello definirse como parte de la noche por ocurrir en el medio de ella, pero tampoco adscribiéndose al día por ser en esencia luz, Chagall le guiñe el ojo al día y a la noche, a la oscuridad y a la luminosidad, sin comprometerse jamás plenamente con ningún elemento ni con ningún dogma claro.
Los cuadros más representativos del pintor bielorruso evocan mundos lejanos, casi imposibles –¿porqué habrían de ser inasequibles, si existían en su imaginario?– que alegran el ojo y hacen viajar al espectador a lares que de otra forma hubieran permanecido en la mente del creador. En 1913 el artista pintó “París visto desde la ventana”. La obra está plagada de figuras enigmáticas, de simbolismos, de elementos que atraen la vista aquí y allá, que perturban al que observa y que le confunden cuando le sacan de la realidad inmediata. Chagall no es un pintor de la inmediatez –calificación a la que aspiraran unos años antes pintores como Monet, Pissarro y Degas–; la inmediatez concebida por la mente estructurada no tiene cabida en el mundo de Chagall: no obstante, podría alegarse, se trata de la inmediatez de su propio universo. El París que el ruso ve desde la ventana abunda en casas altas apiladas bajo la sombra de la torre Eiffel; el horizonte es de colores, y lo sobrevuela un hombre de sombrero; bajo la torre baila, recostada en el aire, una pareja –¿en una alusión infantil de la frustración vertical del deseo horizontal? –y un tren atraviesa la ciudad –¿por qué no? –con sus pasajeros cabeza abajo.
Los trazos de Chagall son desestructurados. Retan dogmas técnicos. Presumen de una autosuficiencia que se pasa por encima de cualquier instrucción, de toda instrucción. Pero Chagall no es un pintor naïf. Tampoco es un pintor realista; a Chagall no se le puede culpar de ser un pintor impresionista, ni cubista, ni surrealista, como tantas veces se ha pretendido. “Que los cubistas se coman sus manzanas cuadradas en sus mesas triangulares”, dijo una vez. Sin embargo, la influencia de esta corriente artística es destacable en sus cuadros… pero no a tal grado que uno pueda comprometerlo de lleno con una escuela en lo particular. También ha habido quien le ha querido adherir al movimiento fauvista que iniciara Matisse en Francia. Pero a pesar del uso indiscriminado de colores vivos en sus obras, Chagall no se adscribe tampoco a esta corriente estilística. En realidad, Chagall termina siendo un pintor sin escuela. Chagall pinta para sí, plasma sobre los lienzos lo que le sale de la memoria, de los sueños y de la imaginación. Lo metafórico existe en las pinturas de Chagall, y el simbolismo está presente en cada uno de sus cuadros -inclusive en los retratos aparentemente más figurativos, banales y elementales-. Por otro lado, el pintor no deja de evocar los tiempos de la infancia en Rusia: son frecuentes las representaciones casi pueriles de casas y personas que se mezclan en escenarios confusos para dar nuevo nacimiento al lejano pueblo de Vitebsk, a través de la interpretación de uno de sus hijos.
Al igual que el cartero que sobrevuela la villa, de forma semejante a la de las mujeres que surcan los cielos de la ciudad, imitando al novio del aniversario y como si se tratara de los casados de la Torre Eiffel, Marc Chagall es un pintor en el aire: no existe en el cubismo, pero tampoco en la pintura metafísica; no pertenece al fauvismo, y no es pupilo de Renoir; Chagall se niega a que se le encasille en el surrealismo y se escapa de cualquier esfuerzo teórico que se avoque a definir su obra de forma tajante y determinada.
La obra de Chagall vuela y pizca de los distintos estilos, y de esta forma se traslada por los aires para irse a posar, en una mutación surgida de la imaginación honesta del artista, en los muros de los museos y en las casas de los coleccionistas. Pero cuando la obra de Chagall ya es, de pronto ha dejado de ser todo lo demás. Dicho de otro modo, una pintura de Chagall querrá siempre coquetearle al espectador haciéndole creer que ha entendido la pertenencia del autor a una escuela en lo concreto, pero como un pez recién salido del agua, como el pez alado que toca el violín, la obra de Chagall se escurre y revolotea otra vez en los cielos turbios de colores infinitos (amarillos, negros y azules, rojos y morados) y confusos de la historia del arte, para escaparse, nuevamente, de todas las definiciones del mundo. Así, la pintura de Chagall vuelve a ser aquello que no se puede guardar en un cajón. Chagall es, en todo caso, el vestigio de Chagall.