Esta relación comercial, no cabe ningún otro adjetivo, devela la pervertida naturaleza de nuestros procesos electorales y, más aún, de nuestra embrionaria democracia. La normatividad electoral en México está diseñada para no sólo permitir, sino incluso alentar el desvío de recursos en los procesos electorales. La reforma al COFIPE del 2007 ni siquiera contempla, como causal de anulación de la elección, el excederse en los topes de campaña. Es decir, queda abierta la puerta para todo tipo de marrullerías. Y en eso el PRI se pinta solo.
El PRI, al perder la Presidencia, experimenta un acucioso proceso de reestructuración, tanto en su andamiaje orgánico como en sus dinámicas de operación. En los tiempos del Presidencialismo exacerbado, en ausencia de contrapesos y bajo el reinado de un partido hegemónico, el PRI no era más que un apéndice de la administración pública federal; digamos que el brazo político de un sistema totalitario y represor.
No había una división clara entre, por ejemplo, la Secretaría de Desarrollo Social y la Presidencia del Partido, toda vez que ambas compartían un objetivo común; apuntalar una manifestación de poder unipersonal, bajo la figura Presidencial. Para este fin contaban con recursos y facultades prácticamente ilimitadas. Al perder Los Pinos el PRI se refugia en los Estados, repitiendo el mismo esquema, el único que conocen, solamente que a nivel local. El Partido como mancuerna indispensable del Gobierno, como elementos indisolubles; sin saberse donde acaba uno y empieza el otro, sin saberse que fue primero, si el huevo o la gallina. Sobre todo en esos estados donde nunca ha habido alternancia, donde el PRI lleva gobernando más de 82 años.
La lucha por el poder no entiende de escrúpulos; las consideraciones morales o éticas salen sobrando cuando se impone la lógica suprema, la lógica del poder. Es por eso que la democracia debe ser entendida, ante todo, como un pacto político; el invento más acabado que tenemos como civilización para dirimir nuestras diferencias, para adoptar un rumbo manifestado por la voluntad de la mayoría. Sin embargo, para que un proceso democrático goce de legitimidad, debe imperar un ánimo de equidad en la contienda democrática, donde el centro de todo sea el ciudadano y que lo que decida el resultado de una elección sean las ideas y los proyectos. En México no es así. No es así porque aquí manda el dinero.
Nos alarmamos ahora porque el alacrán sigue picando, porque el PRI es muy tramposo, porque el desvío de recursos es evidente. Pero aquí, como en la fábula, no es culpa del alacrán; está en su naturaleza, siempre lo ha hecho y, mientras se le siga permitiendo, lo seguirá haciendo. La culpa es de quien se lo permite, de quien cree que, motivados por los valores democráticos, en la buena voluntad y el correcto proceder, el PRI debería actuar de diferente manera. Especial responsabilidad tienen las pusilánimes administraciones panistas, que nunca se atrevieron a cambiar las reglas del juego.
Hoy, como resultado del imperio del dinero, tenemos a millones de mexicanos que se asumen como clientes; que, ya sea por carestía, o por mero cinismo, conciben a las contiendas electorales como un concurso entre quien ofrece más, ya sea en efectivo o en especie. Ciudadanos que son clientes, en una democracia que parece romería.
Un ejercicio perverso de la política, exento de ideas y argumentos, lleva irremediablemente al vaciamiento de los valores democráticos, a la irremediable imposición de un gobierno pragmático, sin principios ni ideologías. En este caso Soriana no es más que un peón de ocasión; cuando el dinero rige las elecciones, muchos son los que quieren ser sus intermediarios. Y así las cosas, en un país donde los corifeos de siempre encomian nuestra “democracia ejemplar” las ideas pierden y el dinero gana. El alacrán ya cruzó el río, picando a los ciudadanos que le hicieron el favor de cargarlo. Ahora está en Los Pinos, y es que ahí se siente muy cómodo.