Miedo y paz

A la memoria de Álvaro Corcuera

“Nei prossimi giorni, quando ci sarà il vuoto, sappi che puoi contar sempre su di me”

Jep Gambardella, en La Grande Bellezza

“Qué injusta, qué maldita, qué cabrona es la muerte, que no nos mata a nosotros sino a los que amamos”

Carlos Fuentes, en En esto creo

El visitante de hospitales, morgues y panteones, el asiduo de los actos terminales, se anuda frente al espejo una corbata negra. Se asegura, observándose con meticulosidad, de que todo esté en su lugar. Se congratula de que la camisa sea blanca inmaculada, de cuello bien planchado y suficientemente almidonado. Comprueba que los puños, duros también pero no demasiado, sobresalgan ligeramente de las mangas del saco gris rata, parte del traje de ciento veinte nudos (así tiene que ser, al menos, aunque podría ser de ciento ochenta y todo estaría mejor) que le han cortado con esmero para que se le dibuje sobre el cuerpo. Vuelve a mirarse los zapatos Oxford, y se alegra de que están bien boleados. Por último, se fija en las mancuernillas, doblando los codos frente a su cara triste, ante el vidrio que lo refleja: los que asistan al panteón podrán verle los gemelos de plata que le cierran los puños cuando se acerque a abrazar a los deudos. Un funeral, dice Toni Servillo disfrazado de Jep Gambardella, no es un encuentro casual y sin reglas. Un funeral es “l’appuntamento mondano par excellence”.

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El Greco. El entierro del conde de Orgaz

Al hombre frívolo – que en el fondo es todo menos eso – nadie lo había visto, pero él había estado al lado de la cama del enfermo terminal en los momentos de los estertores. Había contemplado el miedo en el rostro del desahuciado, y nadie había notado su presencia. Había visto el sufrimiento. Y había padecido por el dolor del amigo querido. Se le había arrugado el alma y había pedido para sus adentros que aquello terminase pronto.

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Francisco de Goya. San Francisco de Borja asistiendo a un moribundo.

Él, que evita pensar en lo trágico de la existencia, se prepara para una cita con la severidad. En el fondo – lo sabe – lo único que está haciendo es distraerse, prestando atención excesiva a las formalidades de un acto, para evitar caer en la desesperación y la angustia, en el terror que le representa un acontecimiento tan riguroso. Así como en la vida diaria, en las citas con la muerte el hombre se distrae en los detalles para no mirar en la cara a aquello que le provoca el pavor indecible.

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Pieter Bruegel el viejo. El triunfo de la muerte

Y un día todo culmina (alguien ha querido comparar el momento de la muerte con el del nacimiento, en una comprensión cíclica de las cosas del mundo). Desde la protección insuficiente y lejana que le proporciona un fresno, el observador contempla a los que se reúnen en torno a un cajón de madera en el medio de un amplio jardín. Hay gente vestida de gris. De diversos tonos de gris. Hay hombres delgados vestidos de negro implacable y rotundo: aquellos que han decidido renunciar – no sólo ese día, sino los anteriores y los que puedan seguir – a utilizar colores en un desplante simbólico de luto por la vida misma. Los deudos lloran al que los deja. A la mitad de la ceremonia el sol se asoma curioso, ahuyentando a esas nubes que tenían la gravedad cromática precisa para combinar con el ánimo de los ahí reunidos. La luz invade entonces el espacio y calienta los trajes de lana. El verdor de los árboles de los paseos del camposanto se acentúa. El pasto parece alegrarse. Pero los hombres siguen con los llantos y la desolación. No saben que están creando la preciosa imagen que se genera en el instante en el que la dicha del día se mezcla con la amargura de la despedida.

Cuando se huele el olor acre de la muerte no es únicamente el tufo de la fatalidad lo que se aspira por las fosas nasales. No se está oliendo, de forma exclusiva, el último adiós. Cuando uno se da cuenta de que todo ha pasado, se sorprende sintiendo sosiego, porque el sufriente ha pasado a un estado de gracia: la gracia del descanso, de la tranquilidad, de la recompensa después del calvario. El ser querido ha vencido, tras un último momento de profundo dolor, a la agonía. Se siente el alivio de una extraña liberación. Cuando piensa en esto, el deudo se tranquiliza. Ahí experimenta la empatía, la caridad, el amor. Pero después se entristece. Y es entonces que llora amargamente. La muerte acaecida en el otro, en el semejante, en el prójimo, en el ser querido, en el que hacía minutos sufría pero ahora goza de sosiego, abre la puerta al egoísmo: la muerte del otro nos recuerda la fugacidad de nuestra propia existencia, y lo irrefutable de la idea nos llena de un temor espeluznante.

Arnold Bocklin.  Autorretrato con la muerte tocando el violín
Arnold Bocklin. Autorretrato con la muerte tocando el violín

Pero el que agoniza, que es uno y todos, que somos nosotros y es una sola persona, al término del acto sonríe. Consumado de un instante en el que ha abierto los ojos con terror – hasta el más justo debe sentir el pánico ante lo abismalmente desconocido – ha entrado en una calma chicha. Ha respirado por última vez, con mucha dificultad, y luego se ha apagado. En la inmovilidad imperturbable de la muerte, el semblante del hombre amado por tantos dice algo muy claro. Su cara es una que transmite paz. Es el rostro del que sabe que ha cerrado el ciclo exitosamente. Es la faz del satisfecho, del que finalmente ha entendido todo. Es la cara de quien contempla la luz y que sabe que ahora, después de tanto sufrimiento, todo va a estar bien.

JoaquinSorollaPaseodelfaroenBiarritz
Joaquín Sorolla. Paseo del faro en Biarritz
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