“Il s’appropie les lieux pour mieux, littéralement, les renverser”
Jérôme Sans
Siempre que uso esta expresión me acuerdo de Galeano. La de las patas arriba, digo. Galeano estaba enojado con un mundo en donde nada tiene sentido. Lo tachaban de comunista. Pero no era más que un humanista que percibía la desigualdad y los horrores de un mundo donde nada se justifica. Me da pena que ahora esté muerto. Pero esta reflexión nada tiene que ver con el arte, sino con la maldad del hombre. Y aquí por tanto no tiene cabida. Pablo Reinoso no tiene nada que ver con Eduardo Galeano, salvo por el hecho de ser sudamericano y más precisamente del Río de la Plata.

La Casa de la América Latina se yergue sobre el boulevard Saint Germain, cerca de los Inválidos. Es un palacio mucho más noble de la idea que los europeos tienen de nosotros. Tiene un jardín muy grande y geométrico. Ahí dan de comer, aparentemente muy bien, y yo no lo sabía. De cualquier forma no habría ido si me hubiesen cobrado.
Fui, sí, a la inauguración de la exposición de la retrospectiva de Pablo Reinoso. Había pasado de mañana y había visto un afiche que reproducía una banca de madera que se convertía en torceduras. Eso ya lo he visto en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires, me acuerdo que me dije. Pero en aquel entonces no sabía quién era Pablo Reinoso.

Al vernissage me hice acompañar de una mujer que me gusta. Le prometí que nos darían vino y que nada habría que pagar. La idea parece que le plugo. Paseamos por los corredores del subsuelo, viendo dibujos preparativos de Reinoso y sillas pegadas en las paredes, y bancas que se convierten en torceduras, y en chimeneas invadidas por naturaleza viva y no destinada a una quemazón calienta-pieles, y en nada se puede sentar uno, y nada es practicable y todo es insólito e inverosímil, como casi siempre es mejor pensarlo. Me dio gusto que fuera así, porque de esa forma me vi obligado a abrazar a esa mujer. No había pretextos para descansar.


En el mundo de Reinoso lo salvaje, como dijo acertadamente un crítico, retoma sus derechos. Se trata de un mundo de naturaleza que crece inexorablemente, un mundo vegetal que invade lo urbano. Un mundo de esculturas provistas de alma y de ganas de recuperar el espacio que les corresponde, algo que – ¡hélas! dijo Dumas – no sucede más que en la imaginación de los más románticos que todavía creen en la posibilidad de que el mundo se enderece.

Pablo Reinoso y Eduardo Galeano, salvo por el hecho de ser rioplatenses, no tienen nada en común. El mundo de Pablo Reinoso, ese, está patas arriba pero en inocencia y sin compungir corazones. Y ese mundo, así, ese de las sillas que uno no puede usar, no le hace daño a nadie.
