“Picasso es pintor. Yo también. Picasso es español. Yo también. Picasso es comunista. Yo tampoco”.
Salvador Dalí
Había pintado bien al principio, aunque nadie se acuerde. Había pintado mejor – con más relevancia por cuestiones de innovación y atrevimiento, que se diga – cuando se animó a adscribirse al movimiento cubista. Había hecho muchas cosas antes de caer en lo que luego lo definió y lo hizo pasar a la historia, si se quieren ver las cosas con un maniqueísmo al que normalmente no me atrevería dar cabida.

Fue academicista a principios de la década del siglo pasado. Fue un artista que dominó el dibujo, que supo combinar los colores de una gama cromática que respetaba luces y sombras, generando composiciones pictóricas de gran esteticismo. Fue puntillista, también, si bien de manera fugaz y aunque no nos acordemos. Cubista ya dijimos que lo fue, y eso bien que se sabe de sobra. Quizá por eso – por su dominio de la técnica y su haber incursionado en distintas corrientes, con disciplina- fue que se pudo dar el lujo de pintar, luego, como le dio la gana. No se vale brincarse la técnica para inventarse uno como creativo, decíamos anoche un amigo y yo en una conversación de lo más empírica, pero eso sí de conclusiones lapidarias y terminantes, como son las conversaciones de cafés que normalmente tienden a resolver problemas de envergadura global. Pintar monos chuecos con uno ojo más grande que el otro y sin respetar las perspectivas a las que uno está acostumbrado (“como puede hacer mi nieta de ocho años”, lugar tan común de crítica, qué cansados estamos de eso, Dios), vale solamente si existe un bagaje. Si no, pues entonces inventemos un postulado como el de Dubuffet y el arte de los locos, o como el de Picabia o Breton para hacer valer lo que es puro, y rompamos paradigmas. Pero dárselas de Miró, de Picasso, de Twombly o de Turner imitando manchones porque uno es bien ocurrente, pues me parece que simplemente no se justifica. Pero nos desviamos: hablábamos de Diego.
Retomando: luego, cuando volvió a México, se le apareció un señor que se llamaba Vasconcelos, y vinieron – ya venía con ellas de Europa, quizás – las ideas románticas de las igualdades sociales, la destrucción del capitalismo como finalidad utópica, la consigna de acabar con la burguesía y – lo que es gravísimo – el convencimiento de que el arte por el arte era una patraña. Y ahí lo perdimos. O eso creo yo. Y que se respete mi sentir porque soy muy susceptible.

Para muchos, el arte es válido solamente si sirve a propósitos concretos. En lo particular, si hablamos de artistas que vieron el éxito a mediados del siglo XX, encontramos montones de pintores – comunistas. Y hoy incluso, por ejemplo, ser intelectual – parece ser – precisa adscribirse a una corriente ideológica de izquierdas, porque si no pues qué burgués es ese escritor, o qué poco auténtico aquel pintor que no se compromete jamás con la política y además ni siquiera es rojo.
De los tres grandes muralistas mexicanos hubo solo uno que fue auténtico y no cayó en el juego iluso que a otros llevó a mojarse en los lodos de la hipocresía y la inconsistencia. Se llamó José Clemente Orozco. Aunque utilizó su arte – sí – para fines panfletarios – cosa a la que por su parte prácticamente se limitaron Diego y Siqueiros en un momento dado – en muchas ocasiones, su obra relevante se deslinda de cuestiones ideológicas. Basta leer sus memorias para entender que el jalisciense estaba de broma y un poco más allá del bien y del mal.

Y aquí entramos en el quid del asunto que se quiere tratar ahora. El arte por el arte es válido de por sí. No necesita el arte justificarse con ideologías, porque entonces se convierte en herramienta y deja de ser fin. El arte al servicio del comunismo, o del capitalismo o de la manga del muerto, pierde las posibilidades de alcanzar la sublimación. El muralismo mexicano fue relevantísimo, sin duda – tanto así que hasta ecos tuvo en el cono sur entre individuos como Spillimbergo y Berni y para mecenas como Natalio Botana, allá en esos lugares tan bonitos pero tan dejados de la mano de Dios que ya ni los barcos en sus costas anclan -, pero sobre todo como instrumento de difusión de ideas y de convencimiento de postulados. El que otras creaciones pertenezcan a corrientes en las que no existe alineación política no implica su deslegitimación: más bien su validez – dependiendo de los casos, claro – intrínseca y sin ataduras.

Dalí se burlaba de sus amigos – de Picasso y de Buñuel – cuando hablaba de sus convicciones políticas. El que Picasso fuera comunista y el tampoco, expresado así, no tiene visos de surrealismo en tanto que frase. No hay nada más claro y juzgón: Dalí estaba convencido de que Picasso, al inmiscuirse en temas políticos, se había vuelto un incongruente.
Es válido utilizar el arte como herramienta. “El arte al servicio de…” puede estar muy bien, puede ser útil, pero no sublime. Por eso, me atrevo a decir que yo estoy porque viva el arte por el arte, la belleza porque sí y el culto a la estética porque nos da la gana.