Si siguiera la trayectoria que la inercia le marca, es seguro que en menos de 5 años la aviación mexicana dejaría de existir como tal y se convertiría en una mala copia del destino de otros sectores similares en ciertos países de centro y Sudamérica o incluso del continente africano, es decir, no existiría un sector dinámico, sólido y nacional, sino una serie de infraestructuras dependientes de las instituciones estadounidenses y de su buena voluntad, destinadas a dar servicios a aerolíneas de ese y otros países que eligieran venir para obtener ganancias con mercados que ellos desarrollen.
La otra posibilidad es muy halagÜeña pero exige que desde el primero de diciembre el nuevo gobierno tome cartas en el asunto y se ponga a desfacer entuertos que se gestaron en esta “docena trágica” (los doce años del panismo, trágicos al menos para la aviación mexicana), empezando por replantear el rumbo y la conducción de este sector.
Como sucede con el transporte aéreo, lo primero que se debe preguntar quien vaya a conducir los destinos de este sector es a dónde quiere que se dirija y con cuánta capacidad y carga quiere llegar a ese destino. La ruta y el tipo de equipo con el que habrá de actuar se deriva de esta decisión primera.
En otras palabras: ¿para qué queremos aviación? O sea: ¿queremos un sector para que se convierta en un verdadero puntal del desarrollo del turismo y del comercio? ¿Queremos que esté al servicio de los intereses nacionales en estas dos actividades? ¿Queremos que sean los mexicanos los que tengan las decisiones de soberanía, la capacidad de estructurar el mercado, la velocidad, el grado de apertura, su pertinencia, etc.? En ese caso, habría que estructurar un diseño de cómo debe ser esa aviación para los tiempos modernos, los del siglo XXI.
Vivimos un siglo de apertura, ni que negarlo, pero también podemos decidir si queremos que esa apertura sea unilateral e incondicional, o si queremos aprovechar nuestras ventajas y sacarles jugo, negociar esas ventajas a favor del país o sólo abrir para agradar a otros socios comerciales y para que aparezca una nota en los diarios estadounidenses donde se diga que “el presidente mexicano es un líder moderno que apuesta por la apertura económica”, aunque no tengamos ni para comprar lo indispensable.
El asunto no es menor. México tiene una posición geográfica de privilegio. Y esto no es una mera fórmula: la distancia que media entre el punto más lejano del continente hacia el norte y la punta más lejana hacia el sur –así como los destinos que se encuentran en su trayectoria- es suficiente como para que las aerolíneas requieran de un lugar donde abastecerse y desde donde operar con eficiencia.
Algo parecido puede decirse los tráficos del sur del continente hacia Europa y Asia y desde el norte, en el hemisferio sur sobre todo. Nada despreciable si se supiera explotar.
El problema es que padecemos del síndrome del ranchero apocado, a quien le interesa quedar bien con los extranjeros y lo que pase dentro de casa se convierte en un mal que hay que ocultar para que no se diga que somos tercermundistas.
De este modo se han tomado pésimas decisiones y se han pagado miles de millones de dólares en consultorías con empresas extranjeras que lo único que hacen es repetir las recetas del FMI y a-láteres para que los gobiernos timoratos –como los nuestros- hagan lo que los mercados financieros quieren.
De la mano de muchos “Chicago Boys” han llegado las consultoras traídas de Gran Bretaña y Estados Unidos (desde la legendaria McKinsey hasta SH&E y Avia Solutions, por citar algunas) que contratan a despachos locales para que arrastren el lápiz, consigan los datos que les faltan y ellos repiten la consabida receta para luego estampar su firma. Y tras el módico pago de 3, 4 o 5 millones de dólares se retiran felices. Lo malo no es que esta sea una “práctica generalmente aceptada” en diversos países, sino que sigamos comprándoles supuesta asesoría y cambiando el oro por espejitos. Quinientos años no nos han bastado para darnos cuenta de lo ruinoso que resulta el intercambio.
De este modo, nos han vendido las “ventajas” de la apertura, la “necesidad” de abrir los cielos, los “beneficios” de dar todo a cambio de nada. Y nuestros políticos hacen el ridículo firmando aquí y allá tratados y convenios que sólo regalan nuestras posibilidades y no obtienen nada a cambio.
En el caso de la aviación, es obvio que ya existe un marco demasiado abierto que no se aprovecha como para que se siga diciendo que hay que buscar un acuerdo de cielos abiertos. Hay más de 40 convenios bilaterales (el de Estados Unidos es amplísimo) que están subutilizados y que podrían aprovecharse al máximo, especialmente si tuviéramos una política de Estado, que apoye a la aviación nacional, que esté pensada para beneficiar a los mexicanos.
Para eso sería necesario que nuestros políticos pensaran en el país. Ahí tenemos más de 400 profesionales de la aviación que le costaron al país, que tienen más de 15 mil o 20 mil horas de experiencia y son de altísima calidad, que ahora trabajan para aerolíneas de China y de países árabes… ¿pues qué somos tan ricos como para estar subsidiando a estas naciones con la preparación intensiva de técnicos de alta especialización que ellos aprovechan y los mexicanos no? No cabe duda: este es el mundo al revés.
Hoy tenemos la posibilidad de corregir el rumbo y de enmendar los muchos errores que se han cometido, pero es indispensable que haya rumbo, mando, visión y capacidad de crear consensos. No es mucho pedir, ¿o sí?
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