Si una noche un borracho en una hacienda

Una noche un borracho, en una hacienda, se puso una guarapeta como las que se ponía todas las noches con sus días desde que el marqués de Guadalupe Gallardo le aceptara de invitado en su casco, comprometiéndose a subsidiarle su dipsomanía a cambio de una serie de pinturas murales.  Y el artista se animó a pintar en su muy particular estilo y con su gran talento para plasmar con preciosismo los detalles más rigurosos de cualquier faena de campo.  Su afición desmedida al alcohol era equiparable a su amor por todo lo relacionado con las costumbres campiranas del México criollo.  Desde su llegada a tierras jaliscienses y gozando de la hospitalidad de don Carlos Rincón Gallardo, Ernesto Icaza se dedicó a pintar murales – conforme Dios y su etílico estado se lo permitían – entre copa y copa de tequila.

Nadie lo recuerda con precisión porque todos los posibles informantes están o ya enterrados o demasiado viejos para gozar de una mediana lucidez mental; pero sabemos que fue durante la primera década del siglo XX que don Ernesto Icaza estuvo viviendo en Ciénega de Rincón.  Tal vez pasara ahí una temporada de dos años; quizás un tiempo más corto.  Durante su estadía, el pintor charro observaba las faenas diarias de campo – que por lo demás harto bien conocía –, para después reproducirlas, sin ninguna preparación técnica de los muros, en donde le iba cuadrando.  En total, el maestro terminó cuatro murales al óleo sobre paredes de distintas condiciones y características de superficie.  Habiendo sido realizados en una misma década y en fechas en principio relativamente cercanas, los murales de Ciénega de Rincón guardan entre ellos una perfecta unidad de estilo.  Todos han sido desprendidos de los muros originales para ser trasladados a distintos lugares: dos dentro de la misma hacienda y dos a colecciones particulares en otros parajes.

Gran mural Icaza
Gran mural Icaza

Ernesto Icaza nació en 1866, y fue el pintor charro por antonomasia.  Justino Fernández nos dice, y con razón, que habiendo Icaza sido un hábil charro y un gran observador, tuvo la capacidad de retratar en sus diversas obras – tanto en las de caballete como en su contada obra mural – todas las escenas de la vida campirana mexicana y del arte de charrear.

Xavier Moyssen, prestigiado crítico ya de cujus, en un artículo que consagra a la obra mural de Icaza, confiesa haber oído de la existencia de los murales de Ciénega de Rincón, a pesar de que don Manuel Romero de Terreros, marqués de San Francisco, nunca los hubiera mencionado.  Es curioso que don Manuel no hubiese referido en ninguno de sus escritos lo que seguramente había visto en la hacienda de sus parientes Rincón Gallardo.   El marqués de Guadalupe era primo del reconocido crítico de arte.  ¿Sería una rencilla familiar la que provocara que el marqués de San Francisco omitiera hablar de los fantásticos murales que el charro Icaza pintara en Ciénega a principios del siglo XX?

Quién sabe quién sería aquel reconstructor de escenas que no pueden registrarse históricamente, así como no se puede saber si un árbol caído en medio del bosque, sin que nadie lo vea o escuche, efectivamente ha caído.  Pero se dice que don Ernesto a menudo pasaba momentos largos, indefinidos, escalofriantemente prolongados, frente a sus obras en proceso.  Siempre estaba bebiendo, y a veces se notaba mucho, aunque en otras ocasiones se notara incluso más.

Esa vez ya la tarde pardeaba, pero a pesar de todo aún permitía el patrocinio de una muy prudente luz.  Icaza se balanceaba ante una escena que representaba a un hombre de a caballo, bien sentado sobre silla de faena de cantinas largas, disponiéndose a echarle un pial a una yegua galopando.  El artista estaba consciente de que faltaba movimiento en algún lado, pero en cambio se encontraba satisfecho de haber logrado retratar con tanta maestría los detalles más precisos de las monturas y los atuendos de los vaqueros.  Siguió resorteando.  Siguió bebiendo.  Luego hizo ademán de desprecio ante la botella de tequila ya lista para ser despachada.  Tenía poco tiempo antes de que se pusiera de plano el sol, pero mucho por delante antes de que se le acabaran las ganas de pintar.  Pensó en aprovechar los pocos rayos sesgados de claridad para retocar un par de cosas más.  Meditó con el codo flexionado, pues así las ideas fluían mejor.

Pialador
Pialador

Ya no hizo tanto más.  Después de quedarse muchos minutos, contemplativo, columpiándose ante su creación inconclusa, se desplomó de beodo sobre el suelo frío de esa terraza a la que sólo le daba el sol un ratito de la tarde, y donde sí se paseaban en distintas direcciones unos vientos que de mañana eran muy, pero muy fríos.

Ernesto Icaza, sensibilísimo pintor, hábil hombre de a caballo, perceptivo espectador, inigualable retratista de escenas ya muertas, fue también un ebrio consuetudinario que murió en la Ciudad de México en 1935 con el hígado destrozado.  Dios le guarde buena cava.

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