“En toda estas devociones exceden a los europeos en mucho. Las funciones de Iglesia las celebran con gran magnificencia. Las campanas son más en número, de mayores tamaños y más sonoras que las de Europa”.
(Diario del viaje que por orden de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide hizo a la América Septentrional en el siglo XVIII el P. Fray Francisco de Ajofrín)
Hoy me amaneció con la malísima noticia de que en algunas horas será Nochebuena, a pesar de que esto es lo último que yo hubiese querido en el mundo. Por lo mismo, me levanté de la cama en contra de mi voluntad. En mi inocencia, pretendía evadir uno de los días más insufribles del año. De un año, además, verdaderamente infecto. Para acabarla de amolar, el frío que acompañó esta mañana tan nublada me entumía los huesos. Otra razón para estar con el genio percudido. ¿Y ahora cómo carajos escribo? ¡Qué escribir! Esto ya era secundario. ¿Cómo hacerme un café? ¿Cómo meterme a bañar? ¿Cómo salir de la cama, para empezar? Panorama dificilísimo.
Logré resolver estos problemas tan graves como Dios me dio a entender. Y todo vino a darse, a continuación, como es de rigor en un día tan nefando como éste. Las malas noticias no sólo no se hicieron esperar, sino que incluso se apresuraron a dejárseme venir en torrente incontenible: afuera, coche inmovilizado por araña parquimetral, y calcomanía en la puerta del conductor rezando “Vehículo inmovilizado, no mover” (¿Cómo lo muevo si está inmovilizado?); posterior ida al banco a sacar dinero para pagar una multa en una oficina de gobierno que naturalmente está cerrada; condena jornalera a buscar taxis perenemente ocupados por gente que se gasta los aguinaldos con desparpajo; recepciones telefónicas de felicitaciones no sentidas; sometimiento constante a contaminación visual perfecta por culpa de adornos cursis, lucecitas cantoras, árboles eléctricos que aspiran a ser pinos con esferas, santacloses en las bardas, en los coches, en trineos, en chimeneas… nieve falsa en las ventanas de los negocios, renos (¡renos!), y eventual recrudecimiento de una no superada bronquitis por culpa de un frío inhabitual… y a raíz de la mengua de fuerzas y defensas por tener que soportar tantos espantos.
Quizá pueda yo justificar mi mal humor de las últimas semanas si volteo para atrás ahora que ya es inevitable el horrendo festejo. Eso debe ser. La Navidad me revuelve el estómago. Y no es que sea yo como Charles Dickens. Creo que yo sí tengo varias razones de peso. Veamos algunas:
1.- La desviación de conceptos. Navidad viene de Natividad. Y no la natividad de cualquier carnal. La noche del 24 de diciembre (todavía muchos lo recordamos) tradicionalmente se celebra el nacimiento de Jesús, el hijo de Dios para los cristianos. La fecha, según los estudiosos, en realidad fue otra (la gente no se pone bien de acuerdo cuál), pero los primeros cristianos en Europa fueron muy astutos y generaron un sincretismo cronológico con el solsticio de invierno, fecha en que los paganos hacían una serie de celebraciones, y entonces quedó fijado el brinco del veinticuatro al veinticinco de diciembre como fecha de conmemoración del nacimiento del Redentor. Ahí está. Es muy simple. Primero de enero: cambio de año; dieciséis de septiembre: inicio de la gesta de Independencia de México de la Corona Española; cuatro de julio: declaración de la independencia de los Estados Unidos del Imperio Británico; catorce de julio: conmemoración de la toma de la Bastilla; veintiuno de marzo: inicio de la Primavera en el hemisferio norte; doce de diciembre: aparición de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac. ¿00 horas del veinticinco de diciembre? Conmemoración del Nacimiento de Jesucristo. No llegada de un gordo en un trineo jalado por venados de tamaño exagerado; no pretexto para abrazarse con efusividad; no cumpleaños de todo mundo y fecha en la que hay que caer en la bancarrota por andar regalando a diestra y siniestra (incluso a los que uno no quiere); no pretexto para decorar las casas con lujo de cursilería y para comer comida que a nadie le gusta (romeritos, bacalao, y el sequísimo e inmundo pavo relleno de cosas que todo mundo deja); no ocasión para ponerse suéteres ridículos de colores verdes, rojos y blancos. No nada de eso. Lo accesorio ha suplantado a la razón de ser. Lo digo con objetividad (no como católico o cristiano, que no me atrevería a calificarme como tal). Lo digo como quien analiza las cosas fríamente, desde fuera; lo digo como alguien a quien le molesta la hipocresía de una sociedad que festeja un acontecimiento que ha olvidado casi por completo.
2.- La mercadotecnia abrumadora. De algo hay que morir. Y también los comerciantes comen. Me parece muy bien. Lo que me parece un horror es que se abuse a tal grado de una fecha para hacer un agosto. Yo también lo haría, claro, si tuviera habilidades de mercader. No las tengo. La mercadotecnia navideña empieza cada año más pronto. No tardará en llegar el momento en que ya en febrero los comerciantes estén ofreciendo esferas, árboles de plástico plateado, pavos congelados y disfraces de santaclós. ¿Lo más grave? Que en el mundo del comercio que tiene como pretexto el festejo de la Navidad se ofrecen las cosas más incontemplables. Pronto (ya en noviembre, en muchos lados), ve uno casas decoradas para el acontecimiento esperadísimo, renos que galopan encima de los techos, las patas de los santacloses que se arrojaron por las chimeneas que han sido taponadas, coches disfrazados de renos, antenas convertidas en pinos de navidad, centros comerciales que ofrecen sesiones de risa grotesca con gordos de barbas de algodón y – colmo de lo inaceptable – reproducciones de muñecos de nieve.
3.- El falso amor. ¿Por qué todo mundo de pronto se ama? ¿Por qué todo mundo se abraza, se desea lo mejor que puede expresar con palabras y palmadas, se obsequia con una bola de cosas inmerecidas y se da besos salivosos en los cachetes y en las trompas? ¿Por qué se felicita la gente, en todo caso? ¿Qué no se supone que el cumpleaños es de Jesucristo, un tipo encantador que yace en un pesebre (en el mejor de los casos), en el fondo de un nacimiento (cada año más chico, ensombrecido por un monumental árbol talado en el Ajusco)? ¿A mí por qué diablos me felicitan?
4.- El mal gusto y la implantación de lo ajeno. Esto es lo que más me molesta. El pastel de Sanborn’s en que se convierten las ciudades en estas fechas. Todo es invasivo para la vista. Todo es cursi en exceso. El kitsch impera. Todo es impostura. A mí me puede mucho el tema nostálgico de un festejo que debió haber sido muy bonito en nuestra tierra, cuando estaba apegado a las razones que le dieron origen, de una estética auténtica, sincera y coherente. Sin alteraciones. Sin infiltraciones culturales grotescas. Sin influencias inadaptables. Sin implantaciones inadecuadas hasta climáticamente hablando (¿cuántos mexicanos han visto un maldito reno? ¿un trineo? ¿la nieve? ¿un barbón rubicundo que se carcajea sin ninguna justificación?). Parece que antes había pastorelas, en las que se hacían representaciones tropicalizadas de nacimientos; en las que había pastores disfrazados con jergas y huaraches y sombreros de palma; un chamuco como el de la lotería; Reyes Magos y ángeles anunciantes, y un establo con una mula y un buey y un San José y una Virgen María y un niño en un pesebre. Había posadas. La gente cantaba villancicos. Se hacía todo un happening del peregrinar de la Sagrada Familia en busca de un lugar para pasar la noche del nacimiento de Jesús, y la gente tomaba ponche de frutas. Todo tenia un poco más de sentido. Ahora las posadas son acontecimientos etílicos sin ninguna particularidad adicional. Claro que aquello que añoro no me ha tocado vivirlo, desafortunadamente, y por lo tanto no me queda más que alimentarme de la nostalgia y quejarme con vehemencia de las sustituciones invasivas. Sí. Soy un nostálgico que se ofende con el paso del tiempo, muchas veces en detrimento de las tradiciones. Tal vez sea verdad.
Pero nadie me negará que ahora la cosa es caricaturesca. Veamos un hogar convencional en una ciudad como Aguascalientes, México. Digamos que es la Navidad de 2013. Miremos desde fuera de la ventana que da a la sala familiar (esta también, como las de aquellos negocios en las colonias populares de la Ciudad de México, espolvoreada con espray – sucedáneo de nieve para reproducir onomatopeyas como “Ho, Ho, Ho” o frases ajenas, incomprensibles para muchos, como “Merry Christmas” y “Happy New Year”). Adentro todo es un derroche de parafernalia santaclosiana, árbol inmenso con montones de esferas, y deseos de Happy Holidays; abundan las series de luces que además de brillar con divertida intermitencia reproducen melodías anglosajonas de Navidad que hablan de juegos en la nieve, de alegres campanas y de más renos; por allá cuelgan calcetines esponjositos de rigurosa combinación de temporada (rojo-verde-blanco) bordados por la abuelita con los nombres de los muchachos (“Jimmy”, “Lucy”, “Charly”), de los que Jaimito, Lucía y Carlitos sacarán dulces o alguna tontería semejante. ¿Qué diablos hacen esos niños desenvolviendo regalos que supuestamente les trajo un viejo gordo vestido de rojo en un trineo jalado por renos (regalos previamente preparados por un ejército de enanos esclavizados en algún lugar recóndito del secretísimo Polo Norte que, por lo demás, nadie en su redengada vida ha visitado), que se metió por una chimenea que ninguno de los niños se ha tomado la molestia de verificar que existe, en un paraje seco en el que a duras penas crecen los huizaches, donde las lagartijas se mueren de sed y en el que los tlacuaches son lo más parecido que puede haber a un venado?
Monos de nieve. Pastorelas. Calcetines con los nombres bordados. Acostar al niño. Comida inmunda. Posadas. Villancicos. Alegría desbordada. Enanos, carcajadas y renos. Todo esto es demasiado confuso para mí. La cabeza me da vueltas. Me encerraré en mi casa. Me protegeré de Santaclós, de los regalos de quienes lo hacen a uno víctima de su generosidad, de la falsa alegría que se convertirá en cruda multitudinaria el día de mañana y de la incoherencia de todo este desastre.
Por estas y otras casi incontables razones es que yo detesto la Navidad con odio acérrimo. Por esto es que la odio como odia la iguana al frío; como aborrece el gato al agua, y por todo esto le huyo como le huye el topo a la luz y el diablo a Dios. Por todo esto y más, yo, como el guajolote:
-Feliz Navidad, joven.
-Váyase al diablo, señora.