Me lo encontré en un basurero. Así: tirado en un rincón, arrumbado, lleno de polvo y acompañado de infinidad de cachivaches. Era un marco de madera de sesenta por noventa, afrancesado, decimonónico, cubierto de una pretendida y malograda capa de hoja de oro de factura más bien mediocre.
Entre los triques que habían sido víctimas del desprecio y que poblaban a su pesar un espacio de ese terreno baldío, había también una colección de fotografías familiares montadas en bastidorcitos de madera. Las fotografías estaban en buen estado. Me conmovieron las caras felices de otros tiempos; las escenas familiares de momentos agradables; la cara chistosa de un niño que jugaba a ser un león arrastrándose en el pasto, y que quizás ahora – a juzgar por el corte de pelo y las ropitas de un anacronismo (actualmente visto) perfectamente risible – sería un adulto incapaz de hacer tales gracias en un jardín.
El marco me fascinó. Las fotografías me deprimieron hasta el tuétano. ¿Será que una familia se había mudado de departamento olvidándolas, y que el inquilino siguiente había decidido tirarlas (con toda razón, pues le eran ajenas)? ¿Será que la propia familia, aburrida de las imágenes y en un afán de renovación estética de los espacios, habría decidido deshacerse de ellas? Indudable, pues aunque es siempre al recuerdo al que pretende uno aferrarse, más se aferra uno luego – en un fetichismo muy innato – a los objetos que consagran y representan sentimientos que en su inmaterialidad se convierten en insufrible frustración.
En cualquier caso, me entristeció el mensaje subyacente: la intrascendencia de un momento feliz plasmado en una fotografía desechada. La intrascendencia, tout court.
Decidí tomar lo bueno mientras me sacudía de la cabeza nostalgias extranjeras: me eché el marco al hombro y me fui a mi casa. El marco estaba impecable. Sólo le hacía falta ser limpiado a conciencia: ya después pensaría en una pintura que le conviniera contener antes de ser montado en la pared sobre la que, a ras de suelo, me dio por presentarlo.
Lo miraba a diario desde la silla en la que me sentaba a desayunar. Admiraba la pátina del tiempo, que al haber hecho estragos generosos – vaya contradicción – en su superficie, había logrado ennoblecerlo. Me contentaban sus dimensiones, y merecían mis respetos los ebanistas que habían trabajado la madera para formar grecas, adornos, curvas y copetes, todos ellos de una cursilería que por sus pretensiones de un barroquismo revisitado me resultaban divertidas.
Dos semanas cavilé. Quince días pensé en la tela que bien pudiera tener el honor (previo análisis realista del menguado presupuesto) de ser enmarcada por la obra de arte cuyo hallazgo tanto me enorgullecía. De pronto entendí todo: había caído en el embrujo del objeto-hecho, del artefacto, que – siguiendo a Mauro Ferraresi – es al final siempre un objeto hechizado… y que, dirían otros, con la energía de su embrujo es capaz de transmitir la obnubilación al contemplador. Me había vuelto de pronto un nuevo feligrés de la parroquia de los que rinden culto al objeto fetiche, como diría Francalanci. Así pues, pinté de rojo la pared y la dejé desprovista de cualquier otro adorno que pudiera distraer la atención. Un marco tiene una finalidad muy concreta, y en principio no debe ser más que un instrumento destinado a albergar dentro de sí a otra, de mayor relevancia, que sea del gusto de su poseedor. Un marco es, al final, un objeto que no debe menoscabar la belleza de lo que contiene. Pero mi marco era mucho más que eso: era un añoso representante de la belleza de las cosas por sí mismas y a pesar de ellas. Cuando la pintura colorada se hubo secado, clavé una alcayata en la mitad de la pared y colgué el marco vacío. No valía la pena que un lienzo cualquiera estorbara la belleza intrínseca de mi pieza de basurero.