Lástima, lástima horrenda
Ver en tal desarmonía
Claro sol y alma sombría
El viviente y su vivienda.
Rafael Pombo, La hora de tinieblas.
De pronto abruman y estremecen cuando ya se han apoderado del panorama. Son dueñas del espacio cuando menos uno se lo espera. Invasoras, es lo que son. Tinieblas en el cielo. En el horizonte. Arriba de las montañas. Atrás de las ciudades y sobre los trigales amenazados por el aleteo de los cuervos. Adelante del río y atrás de él. Sobre el mar. Atrás de las olas que rompen, espumosas, en la arena de no sé qué playa.
obre nosotros que observamos y vivimos ahora ante la experiencia rescatada de quien ya no está y vivió algo parecido. El punto de encuentro entre el creador y el observante. El punto de convivencia sensorial entre el que fue quedándose a través del registro de una vivencia concreta de soledad turbada y quien está en el espacio fijo que le permite sentir sobre sí mismo, de igual forma, la pesadumbre y el hastío.
Tinieblas en el alma. Tinieblas que hacen pesar al corazón mil veces más, pero que con su carga convierten a la vida en algo que de pronto cobra importancia. Tinieblas que contemplan una masacre. Tinieblas de día apagado mientras se apaga también una vida sufriente. Tinieblas de relaciones tormentosas. De amores quebrados. De almas rotas reflejadas en retratos psicológicos de gran fuerza transmisora. Tinieblas por todas partes.
Un hombre camina por un callejón, envuelto en una capa. La noche se ha cerrado hace muchas horas. Es posible, incluso, que esté más cerca el día nuevo de lo que ha quedado el día anterior. Quizá camina el hombre por el empedrado del momento más oscuro de la noche. Del momento que permite adivinar la inminente llegada de la luz que descubrirá un cadáver descuartizado. ¿Son más oscuros el cielo y el camino aprisionado entre muros que el alma atormentada de un ser que obtiene gozo momentáneo con el dolor y sufrimiento ajenos? ¿Qué tanto tolera aquel que hace sufrir para tener que proporcionar sufrimiento a su prójimo a fin de aliviar un poco el dolor propio? ¿Qué tanta más oscuridad será capaz de soportar?
Las tinieblas que alguien aguanta ahora en el alma e incluso a flor de piel porque se entera de que soportar a su gente le resulta un suplicio más grande que imaginarse entre los condenados a la horca, formados uno atrás del otro sudando frío de miedo, con las manos que si uno las tocara las sentiría peor que un tempano, y uno acá, sin formarse atrás de nadie pero listo siempre, ante todos, sin que nadie vea, en las tinieblas, a ser decapitado por la complicación insuperable de la vida entre dos mundos… de la conciliación de dos mundos que la costumbre social ordena que se concilien y que hacerlo definitivamente no pueden, porque la naturaleza no lo ha querido, no lo quiere, y tampoco lo querrá.
Y luego, en otra batalla, de características de crueldad distinta, es un sólido asesino el que tumba el cuerpo de un rebelde. Un sólido que cobra vida para hacer perder otra con el impulso del odio, a través del cañón oloroso a pólvora de una bayoneta. Y luego el que sigue. En tinieblas el escenario… salvo por la iluminación que brindan las luces que se juntan de pólvoras de otros fogones con otras piezas sólidas asesinas que a su vez terminan por generan un efecto que a las tinieblas les resultan imprudentes. Y es entonces cuando se genera la muerte también allá y acullá. La muerte que aquel que la ve de tan cerca, estando por convertirse en víctima de la misma, termina por desearla con tanto ahínco como desea el fin de la guerra aquel que la ha sufrido sin ser de ella partícipe. Y entonces surge el cuadro. Y la obra de arte se gesta antes siquiera de que el dolor termine por generar su efecto más punzante; la belleza ya ha sido. Y la muerte triunfa, como siempre. Pero el arte también, sobre la muerte, siempre.
Estamos todos en tinieblas, y escapamos del miedo que nos provoca nuestra oscuridad interna adentrándonos en el barullo de la vida intrascendente. Pero al final, si damos oído a nosotros mismos, vemos de nuevo surgir el pavor a la oscuridad que nos hace vivir en perpetua confusión. Es mejor caer en aquella confusión insuperable que nace de la soltura, de la voluntad ineluctable o del resultado de la incapacidad del ser para resolver el misterio omnipresente. Pero al final… al final, de la oscuridad, uno nunca escapa.
– Está en tinieblas aquello que adolece de falta de luz -, se reduce a decidir el que reflexiona pensando llegar a una conclusión dogmática. Pero no. Pensar que hay elocuencia y claridad – paradoja espantosa – en el más oscuro de los escenarios… y terrorífica oscuridad en la luminosidad del claro más cegador del día.